Entonces…

Portada de uno de los 'Libros de Sangre' de Clive Barker, editado como parte de la colección Gran Super Terror de Martínez Roca
Portada de uno de los ‘Libros de Sangre’ de Clive Barker, editado como parte de la colección Gran Super Terror de Martínez Roca

¿Qué pasaba entonces?

Porque entonces era 1988, y ya pensaba en el fin del mundo.

Sí. Todo porque las cosas eran casi las mismas que ahora. Entonces, encender la televisión y sintonizar un noticiero solo servía o para querer ponerte los pelos de punta y para rumiar una o mas maldiciones por segundo.

Maldiciones derivadas hasta por esa insulsa forma en la que el presentador de noticias en turno se prestaba a recetarnos su cascada de infortunios faltando a las más elementales reglas de nuestro siempre vapuleado español, pasando por las mismas calamidades que tan jocosamente nos endilgaban.

Ah, entonces, todo eso y más nos hacían fácil el amar nuestra consola de videojuegos rentada. Porque era raro el que tenía una de planta.

¡Ah, los bueno tiempos de Nintendo!

Y… La televisión por cable era un lujo que poco a poco se popularizaba. Las parabólicas servían más para definir estilos de vida que como opción de entretenimiento (aún recuerdo el comentario: mira, una parabólica en aquella casa, entonces ahí vive o un gomero o un político o un negociante. Todo se resumía en corrupción, eso sí).

Y, eran tiempos en los que fuera del centro de la república y de algunas capitales de cada uno de los estados, la opción de entretenimiento televisivo se resumía en sintonizar (y mal a veces) un canal nacional y otro local (que regularmente era como no tener nada).

Por su parte la radio ofrecía un magro consuelo, gracias a ella o acababas odiando a Mecano o canturreando: Cruz de Navajas por una Mujer… Y por eso, los discos que regularmente te llegaban por conocidos, parientes o vecinos, sí eran un consuelo válido.

Solo que si los escuchabas más de la cuenta acababas con vinilos rayados e inservibles, o simplemente con una cinta que la grabadora tragaba. Creo que así fue como comprendí qué significaba: lo finito.

Ah… Y las primeras computadoras solo eran calculadoras grandes, pesadas, costosas, extrañas. Para poco servían, pero uno podía embobarse tecleando y borrando textos por horas. Eso sí, solo con media hora esas pantallas de color naranja o verde hacían que los ojos te dolieran mas que un maratón de Ahí Viene Cascarrabias.

¿En qué plataforma de streaming tienen ese título?

Creo por eso me aficioné tanto a la lectura…

¿Qué más iba a hacer?

Demasiado grande para seguir jugando con las figuras de Star Wars de mi hermano menor, demasiado pequeño para hacer otra cosa que no fuera perderme dos o tres horas vagando por las calles de la ciudad en turno.

Además, vagar es diversión por tiempo limitado: una vez que ya te sabes de memoria el camino, que te aprendes las calles, los árboles, las casas y hasta los rostros, llega la hora de dedicarte a otra cosa.

Y sí, los libros siempre ofrecían una posibilidad de fuga tan buena que siempre he comprendido la razón por la que el mejor regalo para alguien que esté encarcelado, si aquel es consciente de su estado.

Un libro, por más que lo leas, lo releas, lo explores, subrayes o taches… Siempre te dará más y más y más.

Así que, regreso al inicio: Entonces era 1988 y ya pensaba en el fin del mundo.

Cuando uno deja de ser niño es cuando el miedo comienza a tener sentido. Yo, en 1988, le tenía miedo a la Guerra Fría y a la amenaza nuclear, aunque no sabía bien ni qué era una cosa ni qué otra. Un sueño recurrente era que el sonido de una sirena me despertaba en medio de la noche, por lo que mi padre nos juntaba en la sala y encendía un radio solo para escuchar a una voz mecánica que anunciaba que teníamos dos o tres horas para refugiarnos, que los misiles nucleares ya estaban en el aire y no tardaba en escucharse la gran detonación. El problema era que no había refugio ¿Por qué habríamos de cavar, aquí en México, sendas prisiones subterráneas de hormigón? ¿Qué no ese chisme era entre Estados Unidos y la URSS? ¿Qué tenía que hacer un misil nuclear próximo a rompernos la madre en esta parte tan calurosa de México?

Como buen sueño, la lógica valía madre, pero ¿cuántas noches me despertó ese sueño? ¿Cuántas me quedé sentado en la cama, cerrando los ojos e intentando captar, lejana, el sonido de una sirena?

La idea de que nos habíamos puesto a hacer de todo, menos preservar nuestro futuro, me aterraba. Eso sí, a pesar de mi miedo, sabía que un ataque de esa magnitud no equivaldría al fin del mundo total, constante y sonante. No, era más bien el fin del mundo tal y como lo habíamos conocido hasta ese año, 1988.

Solo eso.

Y si había una cosa que me obsesionara en 1988, era precisamente saber qué tan cerca estábamos de ese fin. Y cómo lo afrontaríamos.

Como siempre, cuando uno es joven lo único que se puede hacer era consumir ficciones como remedio para todo aquel mal que sientes que te aqueja. A falta de disciplina y displicencia, es el cine, la literatura, el chisme, los cómics y la música los buenos remedios que todo-lo-salvan-o-lo-empeoran.

De todos ellos, a los que debo, si cabe, mi cordura es a: la saga de Mad Max de George Miller, entonces primera de 1979, segunda de 1981 y tercera de 1985. Durante años fueron ese tótem especialmente diseñado para que un fatalista miope como yo pudiera sostener su creencia de que, por más mal que vaya todo, siempre habrá esperanzas.

Concret Island de JG Ballard, de 1974, leído en una ajada versión de la librería pública por 1986. Antes que Camus, Sábato o Borges, Ballard me pervirtió sobre qué podía esperar de la sociedad.

Y The Stand de Stephen King, publicada en 1979, leída por vez primera entre 1986 y 1987 en su primera versión llamada La Danza Macabra, de solo de seiscientas y tantas hojas, que dentro de ese denso relato sobre el fin y el inicio del mundo, lo que más me importaba siempre era, contradiciendo un poco a Ballard, a Camus y a Sábato, aunque dándole la razón a Borges y a Miller: Hay que tener fe.

En lo que quieras. Hay que tener fe…

Por esos años, las librerías abundaban hasta en la ciudad más pequeña. Y no solo eso: los libros, maldición, de cualquier clase, tema, lo que fuera, se encontraban porque simplemente ahí estaban. Eso, recuerdo, me lo dijo el dueño de una librería cuyo local ahora es una veterinaria.

El problema siempre fue el precio… ¡Chingado!… Siempre se dice que nadie lee, que es una lástima, que somos incultos, etcétera ¿Pero por qué los libros jamás han tenido un precio verdaderamente accesible para todos? Sí, lo sé, hay colecciones baratas, accesibles, como quieran llamarlas. Pero ¿y el resto? ¿Esas que por cualquier causa la gente quiere leer?

Y de entre todas las editoriales de aquellos años, mi afición por los libros de Martínez Roca y Minotauro (entiendo, ambas del grupo Planeta), no tenía par.

Solo las colecciones de Roca: Gran Super Terror y Gran Super Ciencia Ficción, me sirvieron como ejemplo de que los sueños siempre serán inalcanzables.

Verán, dichas colecciones siempre fueron un listón muy alto como para atreverse a cortarlo. Los libros eran caros, y aunque ahorraba y no gastaba más que en ellos, la verdad es que siempre acabé releyendo más que comprando.

Pero bueno, entonces era 1988 y además de pensar en el fin del mundo, mi vida giraba alrededor de los textos de: Brian Lumley, Bob Randall, TED Klein, Clive Barker, Richard Laymon, Tanith Lee, Stephen King, Brian Aldiss, Theodore Sturgeon, Samuel R Delaney, Philip K Dick, Dan Simmons, Roger Zelazny, Jack Vance, Ramsey Campbell, Thomas Disch, Robert Silverberg, George RR Martin, HP Lovecraft, Edgar Allan Poe, Ray Bradbury y Peter Straub.

Obviamente, porque todos ellos tenían al menos un relato en alguna de esas colecciones de Gran Super Terror o Gran Super Ciencia Ficción.

Unos años después, el muro de Berlín cayó.

Fueron ellos los que me hicieron descubrír a Ernesto Sábato, a Albert Camus, a Herman Hesse

Y a Mario Vargas Llosa… A Gabriel García Márquez… A Jorge Luis Borges… A Adolfo Bioy Casares

¡A Julio Cortázar!

Las librerías comenzaron a cerrar, concretamente cuando me disponía a comprar esos dos volúmenes editados por el FCE de Cortázar traduciendo los cuentos de Poe.

Esas librerías se volvieron ópticas o algo peor.

Las mueblerías se comieron a los cines, y la televisión en cable ya era una obligación. Todo porque los canales gratuitos jamás pudieron verse bien sin una suscripción de cable.

Sin embargo, dijeron insistentemente por ahí: el MTV era lo peor que había para la salud.

De pronto todos olvidaron a Led Zeppelin a favor de un estúpido güero que berreaba: Hello, hello, hello… How low?

¡El horror!

Todo esto para anunciar: se vienen un textos relacionados con esas primeras lecturas, esos autores con los que inicié.

Y no sé si decirles: estén atentos, o: lo siento.

Atentamente, el Duende Callejero

Recordando a Fundación

Isaac Asimov dibujado por Rowena Morrill
Isaac Asimov dibujado por Rowena Morrill

Originalmente, solo fueron varios relatos publicados entre 1942 y 1950 en revistas pulp. Relatos que luego se convirtieron en tres tomos corregidos y aumentados publicados entre 1951 y 1953.

Y sí, tuvieron sus subsecuentes ramificaciones en otros tantos relatos, en otras tantas novelas, incluso en algunos ensayos. Todo eso fue la saga Fundación de Isaac Asimov, saga que suele considerarse el pináculo de la literatura de ciencia ficción de la llamada Era Dorada.

Dicha Era marca el momento en el que las historias de ciencia ficción se hicieron populares tanto con la crítica como con el público. Inicia, según, a finales de los años 30 y acaba por 1950, década en el que esas historias-ideas comenzaron a utilizarse como base de películas de mediano presupuesto que poco a poco fueron conquistando nuevas audiencias en todo el mundo.

La saga Fundación plantea, primero, la idea de que el final de todo es inminente y que al ser humano, con todo y sus saberes y tecnologías, le resultará imposible evitarlo. Pero ¿Qué pasaría si se realizaran una serie de micro eventos aquí y allá, todos basados en meras teorías y que serán perpetrados a lo largo de miles de años?

¿Bastaría eso para alterar un poco dicho fin? ¿Servirá para albergar alguna esperanza, aunque eso entre en territorios ignotos?

Hari Seldon es un científico que desarrolla la teoría de la psicohistoria. Parte matemática, parte psicología, parte antropología, parte filosofía y, bueno, también parte alquimia, mediante complejos teoremas se anticipa que el fin del Imperio Galáctico gobernante, uno enclavado en tradiciones feudales, será dentro de treinta mil años. Por ello, elabora un complejo plan que abarcará a generaciones enteras, además de provocar algunas crisis intergalácticas. Todo para asegurarse que cualquier cosa que resulte tras el inminente desplome del Imperio sea algo que ha aprendido de sus errores y que deje atrás la idea de: Siempre han confiado en la autoridad o en el pasado, nunca en sí mismos.

Solo que su verdadero plan consiste en agrupar a dos grupos de científicos, artistas e ingenieros en dos colonias para que sean las bases de lo que resulte de la caída del Imperio. Caída que ocurriría en mil años y no en los 30 mil anunciados.

Esas dos colonias se desarrollarán en los extremos de la galaxia y cada una serán ignorante de la existencia de la otra. La razón oficial de la existencia de la primera, será elaborar una enciclopedia que concentre todos los saberes en un lugar para la posteridad.

A cada una las llamarán Fundación. La creación de ese par de Fundaciones se le delega al Imperio mediante una ingeniosa estratagema que incluye que dichas autoridades olviden la existencia de ambas colonias. Solo aporten los recursos necesarios para su creación y no se inmiscuyan en su desarrollo.

Seldon pensó al dedillo el plan y sabiendo que no sobreviviría para comprobar si se cumplirían o no sus vaticinios, guardó parte de sus conocimientos e ideas en una réplica virtual suya que vive dentro de una máquina que se abrirá cada tantos años: la Bóveda del Tiempo.

Ese es apenas el arranque de la saga. Otra idea tras Fundación está en cuestionar qué sucedería en caso una sociedad aprendiera a predecir, mediante la ciencia, eventos futuros.

¿Qué sería del predeterminismo entonces?

Asimov responde ese cuestionamiento planteando que de todas formas lo impredecible acabaría filtrándose, porque eso es lo que nos hace humanos: ser subjetivos, azarosos, caóticos.

De ahí la existencia de El Mulo. Su papel reside en representar el caos que acabará certificando, digamos, al orden.

Y esas son las dos fuerzas en las que se basa toda existencia.

Y a propósito de esos elementos caóticos, Asimov deja bien claro que para él: La violencia es el último recurso del incompetente. Así que en gran parte de Fundación se plantea en cómo los personajes intentan por todas las formas posibles el no recurrir a la violencia.

Se entiende. Isaac Asimov comenzó a escribir los relatos originales durante la 2da Guerra Mundial. Por esos años, trabajó para el ejército de Estados Unidos como químico civil en una base militar y como muchos, se preguntaba si aquel conflicto iría a cambiar a la humanidad entera cuando terminara. Si aquella guerra, aquella experiencia iba a servir de algo. También se preguntaba, sin saber aún cuál sería el resultado del conflicto, qué vendría después. Y, claro ¿Es que nadie había previsto que algo así sucedería?

Fundación y sus ramificaciones son respuestas a todas esas interrogantes, y también para las que vinieron después. Además recordarnos, desde esa propia Bóveda del Tiempo de letras, que:

Cualquier dogma, basado primariamente en la fe y el sentimentalismo, es un arma peligrosa usada sobre los demás, puesto que es imposible garantizar que el arma nunca se vuelva contra el que la emplea.

Atentamente, el Duende Callejero

La balada de Bella Cherry

Sofia Kappel en una escena de ‘Pleasure’ de Ninja Thyberg
Sofia Kappel en una escena de Pleasure de Ninja Thyberg

Linnéa (Sofia Kappel, en su debut) es una joven sueca de diecinueve años que llega a Los Ángeles con un sueño: convertirse en la nueva sensación del porno amateur (que, como veremos en los 109 minutos de metraje, de amateur solo tiene el nombre). Sus cartas de presentación son un modesto número de seguidores en una red social muy parecida a Instagram, un nombre de guerra bastante ordinario: Bella Cherry, 25 tatuajes y una determinación que ella cree que basta para lograr su objetivo.

La cuestión es que no es lo mismo tener una idea sobre cómo es el trabajo de tus sueños, y otra es el comprender que un trabajo, sin importar en dónde se desarrolle o en qué consista, es simplemente eso: un trabajo.

Esa es, en resumen, el hilo conductor del primer largometraje de Ninja Thyberg (1984, Gotemburgo), Pleasure (2021, Suiza, Países Bajos y Francia). Tema que, por cierto, había explorado con un cortometraje del mismo nombre que estrenó allá en el 2013.

Ambos escritos por Thyberg junto con Peter Modestij.

Jugando entre la estética documental y siguiendo golpe a golpe las historias relacionadas con la fórmula del pez fuera del agua, Pleasure nos toma de la mano y nos va mostrando lo que significa: crear una marca en una industria que se distingue por su conservadurismo.

Todo esto ocurre justo en la transición en la que la industria porno abandonó el mercado tradicional, ese de la renta y venta en formato físico, al de las plataformas de streaming de suscripción y el boom de las redes sociales y los influencers.

Cherry/Linnéa quiere trastocar esa industria solo con su belleza, su inocencia y, de nuevo, con su determinación. A la hora de crear su perfil para el catálogo para los productores pone ciertas limitantes, que luego verá que en lugar de distinguirla la han encasillado. Llegar a la cumbre en cualquier área es duro, lleva tiempo, pero Cherry/Linnéa quiere las cosas ya. Por ello se pone como objetivo el seguir los pasos que cree que tomó su modelo, Ava (Evelyn Claire).

Ella es la nueva chica Spiegler (que en la película es interpretado por el propio Mark Spiegler, uno de los mandamases de la industria porno angelina), término que significa que Ava es parte de las realezas: viajan en los mejores autos con chofer-guardaespaldas que la cuidan en las filmaciones, tienen miles de seguidores en sus redes sociales, entra en las fiestas sin hacer fila y directamente a los reservados. El precio que debió pagar fue no negarse a nada dentro del set.

Cherry/Linnéa toma una decisión: ella también quiere ser una chica Spiegler, así que inicia su recorrido por una sinuosa desviación que la lleva directamente a esos lugares que ella dijo en un inicio que no iba a visitar. Y es donde pienso que otro nombre que pudo tener esta película es: Todo por un Sueño.

Resulta interesante que los momentos más duros de una película cuyo diorama es el mundo de la pornografía de inicios de la segunda década del siglo XXI, tenga que ver con sus aspectos burocráticos. Lo que resulta tormentoso son esas rutinarias entrevistas, en las que los entrevistadores repiten como autómatas las preguntas y las frases de celebración por cada respuesta; esas burdas sesiones fotográficas, en las que el fotógrafo no tiene tiempo para tratar con primerizas o modelos inseguras; los preparativos entre cada escena, en los que el equipo intenta romper el hielo con pláticas sosas. Y ese momento en el que el negocio asoma su verdadera cara: Esto no es para cualquiera.

Si algo podemos reclamarle a Pleasure es que plantea una idea interesante desde una perspectiva también interesante: este negocio, que lucra con el placer ajeno a cambio de beneficios económicos solo redituables para los que contestan los teléfonos o empuñan las agarraderas de las cámaras, es una trampa quizá no mortal pero que vaya que lacera. Solo que a la hora de fijar su postura, a la hora de plantear si todo aquello vale o no la pena, la película decide irse por el camino menos transgresor: un final abierto.

Caray. El viaje vale la pena, por supuesto. Pero el destino…

Atentamente, el Duende Callejero

PD. Una versión de este texto se publicó en el periódico El Debate, en la columna Pista de Despegue.

Infancia, memoria y olvido

Manuel Jabois y un ejemplar de su novela ‘Malaherba’. La foto, entiendo, es de Jeosm.
Manuel Jabois con un ejemplar de su novela ‘Malaherba’. La foto, entiendo, es de Jeosm

Sobre la infancia diré que, basándome tanto en mi experiencia como en la de cercanos, aquello se trató de un largo y sinuoso paseo por el más crudo campo de batalla al que nos pudimos enfrentar.

Paseo del que pocos acabamos enterándonos, por cierto. Porque si hay algo que merece que la llamen traicionera, esa sería la memoria.

Más en cualquier caso relacionado con la infancia.

Que conste, no digo todo esto montándome en una atalaya cuya bandera es la amargura. Para nada. Lo digo teniendo en cuenta que durante esos años, que entiendo que llaman de formación, también podríamos emplear otro término: de definición.

Y parte de esa definición viene de cómo nos toca lidiar con cuestiones tan básicas como la frustración, la inseguridad, los deseos y tantas cosas más cuyos nombres entonces desconocemos y cuyas implicaciones, si nos va bien, tardaremos quién sabe qué cantidad de años en entender.

Además están las cosas, como eventos o sucesos entenados, que precisamente por su cualidad de ajenos acaban mercándonos de forma tan diferente a los propios. Principalmente porque no los comprendemos y porque los adultos en turno suelen vestirlos con explicaciones bastante sosas. Arguyendo que es porque estamos muy chicos para enterarnos de ciertas complicaciones, así que lo mejor es o mentirnos o distorsionar aquello que sucedió.

Ah, claro, y hacen eso por nuestro bien.

Ser padre consiste básicamente en mentir, desde el primer momento hasta el último se pasan la vida mintiendo. Siempre.

Así que son esos eventos o sucesos los acaban ocultos por una bruma densa, uniforme, grisácea y diré que bastante práctica. Tanto que al referirnos a la infancia como un todo, caemos en lugares bastante comunes que suelen resumirse en: Te ahorraré los detalles, fuimos felices.

Pero esos eventos se quedan ahí. Solemos recordarlos o evocarlos más como pesadillas que como sucesos reales. Y usualmente los arropamos con el manto siempre correoso de las leyendas personales.

Me gustaría pensar que de esos derroteros viene el título de la novela de Manuel Jabois (1978, Sanxenso), Malaherba (2019, Alfaguara). Porque entiendo que se refiere a alguien o algo cuya naturaleza es lo malo, sea provocando miedo o desazón o daño. Y que cuando se emplea en, digamos, una persona es porque se está diciendo que aquel es alguien que nunca tuvo remedio. Es malo, hará el mal y no importa qué se haga al respecto. Esa es su única forma de ser y contra eso poco puede hacerse.

Yo creo que lo que nos pierde es la crueldad, porque malo es imposible no serlo.

La novela está narrada principalmente por un niño de diez años que se va enterando de cosas.

Él es Tambu, y esas cosas son, por ejemplo, que las personas mueren y nada se puede hacer al respecto.

También que cualquier expectativa que se tenga sobre los sucesos que están pasando, siempre quedarán a deber.

Igual que eso que los mayores, desde sus territorios, tienden a categorizar como transgresiones, para aquel que las provoca y/o protagoniza solo son sucesos que pasaron un lunes por la mañana.

Y que podrán justificarlos sin que importe si aquel hecho resulta trágico.

En Malaherba, todo constituye una anécdota que ya quisiéramos que se vaya sumando para lograr ese manido arco dramático del personaje narrador. Esa es la principal virtud del relato, caray, que aquí no hay un mensaje. Lo que hay es un aprendizaje que en el mayor de los casos, ni Tambu ni su hermana Rebe, ni los amigos y vecinos Elvis y Claudia atenderán de inmediato.

No esperemos, pues, un final catártico. Lo que tenemos, advierto, es uno de esas conclusiones en las que comprendemos que todo es finito y que ha llegado la hora de seguir nuestro camino. Así que debemos abandonar a esos personajes debido a que nada se detiene y ya estuvimos el tiempo suficiente atestiguando sus vidas para comprender que todo aquello que nos sucedió en nuestra infancia, lo recordemos bien o no, lo comprendamos bien o no, tiene más en común con un todo de lo que pensaríamos.

Porque en ciertos momentos, solo somos niños que se niegan a saber que han crecido.

Y es ahí donde me gustaría aplaudirle a Jabois.

Sí, levantarme de la silla y aplaudir hasta sentir que mis palmas quedan mudas. Su relato, su Malaherba, configura un verdadero mundo literario en el que los guiños y referencias particulares acaban aportando una universalidad que seguro y acabará calando en más de un sentido.

Sea este sentido por la turbación común por sentir algo que, según nos han dicho, no debíamos sentir, o por hacer algo que, incluso nosotros mismos sabemos que no debimos hacer.

Pero, lo sabemos: lo hecho, hecho está.

Cuando tienes seis años, dieciocho kilómetros son aproximadamente tres vueltas al mundo.

Hace años, muchos, muchos años, charlaba con una amiga que me había invitado a comer a su casa. Era compañera del trabajo, se había casado grande, su esposo era como seis o siete años menor que ella. Tenían un hijo y me dijo que no pensaban tener otro.

Durante la comida hubo un incidente con el niño: se negó a utilizar una cuchara y acabó dejando gran parte de la comida o en el mantel o en el piso o sobre su humanidad.

Durante el incidente, el papá quiso razonar con el niño. Con una voz serena, le explicó que necesitaba utilizar una cuchara, no un tenedor, y hasta le mostró las razones. Mi amiga dejó que su esposo acabara su explicación para lanzar y ver que nada cambiaba para dar el primer grito, acompañado de un fuerte golpe en la mesa. Luego, le arrebató el tenedor al niño y le ensartó la cuchara en su diestra.

El niño hasta acabó incluso medio limpiando parte del tiradero.

Al final, mientras yo lavaba los platos, mi amiga se acercó. Recargó su espalda en el refrigerador, se quedó mirando a la calle. El niño y su esposo se habían ido a otro lugar de la casa. Ella sacó una cajetilla de uno de los bolsillos de su pantalón, de lo alto del refrigerador tomó un cenicero y me pidió que vertiera un poco de agua en él. También me pidió que abriera la ventanilla que tenía frente a mí.

Luego, encendió un cigarro y mientras lanzaba el humo en dirección a la ventanilla y lo seguía con la mirada, me dijo:

“Sabes, lo que más me aterra de tener un hijo es el no saber en qué momento lo voy a traumar. Sé que lo haré, soy su madre, eso es algo inevitable. Pero siento que nunca es como se piensa. No será, por ejemplo, por algo como lo que acaba de suceder. Ni porque lo descubra en una mentira. Será, creo, porque no le contesté un saludo, porque no le demostré el entusiasmo que debí darle a ese feo dibujo que hizo en la escuela. Porque no le traje el encargo que me hizo del supermercado. Eso es lo único que, hasta ahora, logra quitarme el sueño”.

No sé qué ha sido de ella. Pero, vaya, me gustaría contactarla, ponerme al día y relagarle una copia de Malaherba de Manuel Jabois.

Atentamente, el Duende Callejero

Ideas como dardos

Taffy Brodesser-Arkner
Taffy Brodesser-Arkner

En su primera novela, Fleishman está en apuros (2020, Umbriel editores), la periodista y editora Taffy Brodesser-Arkner (1975, Nueva York) se dedica a lanzar ideas a diestra y siniestra. Y lo hace como si cada una de ellas fueran dardos y ella hubiera accedido a lanzarlos con una venda cubriéndole los ojos desde la mitad de un bar, en pleno sábado por la noche y tras beberse unas cervezas.

Esto quiere decir que no todas esas ideas-dardos dan en el blanco. Asunto que, entiendo, es lo que debería importar si aquí se tratara de escribir sobre un deporte, o cualquier cosa que se considere ese asunto de lanzar dardos. Solo diré que todas esas ideas-dardos dan en algo.

Y todas logran provocar algo que solo podría llamar: dolor fantasma.

Dichas ideas-dardos no están relacionadas con un matrimonio y su consecuente disolución. Escribo esto porque uno no se debe quedar con lo que dice la sinopsis que trae el libro. De hacerlo, se pensaría que esta novela solo va de un cuarentón que se casó justo cuando iniciaba su despertar sexual con una mujer que jamás pensó que le haría caso, y que luego de varios años juntos, en los que hubo días y semanas y meses buenos y también días y semanas y meses malos, las diferencias hasta entre la estatura de ambos acabaron pesando más que todos esos sentires que experimentaron cuando la vida unió sus caminos.

Dos exitosos profesionales viviendo el tiempo de sus vidas. Él con su puesto en un hospital. Es considerado un buen médico y mentor. Un cambio en su carrera es algo que siempre está a la vuelta de la esquina: ser jefe de ser área, tener un mejor sueldo. Cuestión de tiempo y paciencia.

Ella, una huérfana que se hizo a sí misma. Con unos ingresos mayores que los de él, y por ello con la última palabra sobre en qué se gasta, dónde se vive, a dónde se hace el viaje, además de a dónde van a estudiar sus dos hijos. Sin embargo, cada día vive más para su trabajo que para su marido o incluso para sus hijos.

Y eso es lo que comienza a lastrarlo todo.

El personaje del que se habla y al que se sigue es Toby Fleishman. Un hepatólogo cargado de rencores e inseguridades desde adolescente, y cuando inicia la novela está en su primer verano de soltería. Obsesionado con su figura luego de ser obseso y solitario en sus años de formación, se obliga a una dieta saludable que cada día le cuesta más mantener. Y no porque le falte fuerza de voluntad, sino porque para eso se necesita dinero y mano para poder pedir la comida que desea en un restaurante sin que los meseros piensen que les está insultando.

Toby estuvo casado catorce años con Rachel, que trabajaba en una agencia creativa que abandonó luego de entender que jamás llegaría a tomar las decisiones importantes por ser mujer. Así que inició una exitosa carrera representando a un puñado de celebridades que ella se encargó de formar a pulso. Los Fleishman acuden a toda cita social que pueden y deben en pos de aspirar a una vida que, de plano, no es ni será suya. Y aquí está uno de esas ideas-dardos que lanza Brodesser-Arkner:

… cuando se nace rico nunca se sabe realmente lo que es tener obligaciones o sobrevivir, por mucho que se crea lo contrario. Ahora bien, cuando uno deseaba hacerse rico, el recuerdo de estar abajo y lo fácil que era volver allí perduraba para siempre.

Es en ese mundo en el que vales por dónde estás viviendo y por cuánto tiempo, por dónde comes y cuánta propina dejas, y a dónde te invitan y quién lo ha hecho; la relación de los Fleishman comienza a derretirse como si les hubiera caído ácido. Y lo hace precisamente porque los dos se encuentran en una competencia por ver quién es el que gobierna la relación.

Rachel piensa que las cosas no se ganan, se arrebatan. Mientras que Toby piensa que:

La ambición puede existir sin que consuma toda tu vida… Las personas buenas no necesitan ambición. El éxito llega y los encuentra… Aquellos que son competentes y excelentes acaban siendo recompensados por sus capacidades y excelencia.

Brodesser-Arkner hace que Toby sea un personaje interesado por ser considerado bueno.

Desde ser un buen esposo, un buen padre, un buen amigo, un buen médico. Un buen compañero de trabajo. Incluso un buen amante.

Había pasado toda la vida preocupado cuando solo debió tener confianza en que existía un plan especial para todo el mundo. Aunque no tener confianza formaba parte del plan.

Y a su vez, cuestiona esa creencia desde una perspectiva bastante interesante: le quita la red de protección que era su vida conyugal. Así que, en el momento que una joven interna le instala una aplicación de citas, Toby debe tragarse sus palabras. Porque vivirá una serie de encuentros sexuales en los que las palabras bueno o plan no tienen cabida.

Así, Toby Fleishman se convierte en un paria que aglutina a toda una generación que pasó del tener que salir a coquetear con cualquiera que captara su interés, a navegar entre cientos y miles de ignotos cuyas intenciones, pasiones, deseos y vidas siempre nos serán desconocidos. Y con ello, salta otra idea que, caray, vaya que resume este tiempo que vivimos:

… la vida es un proceso en el que coleccionas personas y luego las descartas cuando dejan de servirte.

Una madrugada, Rachel deja a sus dos hijos con Toby y desaparece de sus vidas. Pasan días y luego semanas, y también pasa que esa rutina que Toby ya se había creado: trabajar, comer con ese solterón llamado Seth, ir a yoga y luego citarse con una desconocida a la que jamás volverá a ver-probar-tocar, luego, y solo si está en la agenda, acudir a algún evento de sus hijos; explota ¿Dónde está Rachel? ¿Por qué no contesta sus mensajes ni ha ido por sus hijos? ¿Qué quiere demostrarles? ¿Habrá muerto?

La desventura de esa crisis es vista y narrada por Libby. Compañera de Toby y Seth desde sus años de estudiante y con una crisis propia ¿Por qué, a pesar de tener una vida perfecta, que incluye un marido que la quiere, que la desea y que la consciente; una hija sana y curiosa; y una carrera profesional que de momento abandonó por la crianza, pero que sabe que la podrá retomar cuándo quiera, no se siente ni feliz ni completa?

Y piensa. Piensa mucho en qué puede estarle pasando. Y sus pensamientos van desde el haber intelectualizado su vida al grado de justificar sus sinsabores citando a Maslow en medio de una borrachera:

Pero en cuanto te casas, cuando satisfaces esa necesidad, te preguntas si querías casarte o no. El único problema es que, para cuando adviertes que puedes acceder al amor, ya estás casado, y resulta terriblemente cruel y engorroso deshacerlo por el solo hecho de que no sabías que no lo desearías tras obtenerlo.

Fleishman está en apuros es una novela rabiosa pero serena. Plagada de contradicciones insufribles, pero tan cercanas que quizá sirva para que más de un lector o lectora se sonroje.

Una novela con un puñado de ideas-dardos que suelen dar en las partes blandas. Saca sangre mientras nos cuenta que:

… le habían dicho siempre que amar era no tener que pedir perdón nunca. Pero no. En realidad, solo cuando te divorciabas dejabas de pedir perdón.

Cierto, ninguno de sus personajes es agradable. Ni ese colérico Toby, que tanto desea que se reconozca sin siquiera alzar la voz. Ni la fantasmal Rachel, cuya coraza de acero que ha portado por años lleva rato oxidada y rota. Menos Libby, que desde su atalaya desea tener al menos uno de los varios dramas de sus amigos y solo para que se le quite la modorra de esa vida cómoda en la que se metió por algo que creyó que era amor.

Aunque también es una reflexión sobre la vida misma, que tanto manipulamos y complicamos solo por cumplir un cliché: el sentirnos vivos. Reflexión desde la jodida punta de otra idea-dardo:

No estamos hechos para comprender los finales. No estamos hechos para entender la muerte. La característica principal de la muerte es continuar siendo un enigma.

Eso mismo podría decirse de la vida.

O quizá deba escribir: debería decirse de la vida.

... Todo está de cabeza
Todo está de cabeza

Atentamente, el Duende Callejero