Yep!!

Daniel Kaluuya y el caballo Ghost en una escena de Nope, dirigida, escrita y producida por Jordan Peele
Daniel Kaluuya y el caballo Ghost en una escena de Nope, película dirigida, escrita y producida por Jordan Peele

Ocurrió en el 2013, George Lucas y Steven Spielberg, dos de las voces cantantes del Hollywood de finales del siglo XX, compartieron sus opiniones sobre el futuro de la industria cinematográfica en el auditorio de la Universidad del Sur de California.

El par dijo que los estudios iban a darle preferencia a costosos mastodontes que fueran parte de franquicias, así produjeran solo uno o dos por año, en lugar de seguir financiando películas pequeñas o títulos originales. También que posiblemente se regresaría al concepto del palacio del cine: salas enormes, lujosas, costosas, en las que solo se exhibirán dichos mastodontes.

Y sobre las películas de mediano y bajo presupuesto, además de los títulos originales, opinaron que su destino sería alguna plataforma de streaming o la renta/venta en formato digital.

Han pasado casi diez años y, cierto, muchos de los vaticinios se han cumplido. Quizá no de forma literal, pero sí en esencia. Ejemplo: desde hace unos cinco años se ha visto que Netflix, Amazon y Apple se han dedicado a pescar películas en festivales para engrosar la oferta de sus respectivas plataformas. Y como ya sabemos, este año Apple fue la que se adelantó al resto al comprar, por 25 millones, cifra récord según algunos analistas, los derechos de distribución de la película, que acabó llevándose la mayoría de los galardones a mejor película este 2022: CODA.

La adquisición ocurrió en la edición del 2021 de Sundance.

Me gustaría pensar que entre los que escucharon aquellas opiniones, y que decidió ponerse a trabajar para que ese sombrío futuro planteado por Lucas y Spielberg no fuera una realidad, está el actor, productor, guionista y director Jordan Peele (1979, Nueva York). Porque, con su tercer largometraje como director, Nope (2022, Estados Unidos, Japón y Canadá), vaya que se nota el empeño por hacer un espectáculo visual ajeno a la estridencia, la infantilización y el acartonamiento que se ha apoderado de las producciones veraniegas desde el 2008.

Además de no desaprovechar la oportunidad de lanzar sus consabidos comentarios metatextuales. En este caso, sobre el estado actual de la industria del espectáculo.

Tomando como arranque a los hermanos Haywood, OJ (Daniel Kaluuya) y Emerald (Keke Palmer), realeza de la industria cinematográfica norteamericana al ser descendientes directos del primer hombre que apareció en una película, nos situamos en un rancho en algún lugar de Agua Dulce, California.

A la familia Haywood se le conoce por entrenar caballos para rentarlos en películas y comerciales, aunque de un tiempo a la fecha su negocio está en crisis. Los efectos especiales están dejando por fuera el realismo, con productores más interesados en fondos verdes e imágenes generadas por computadora que en lidiar con entrenadores y animales reales. Así que los Haywood ven con pesar que quizá ya deban estar pensando en otro tipo de negocio para sobrevivir.

Entre las opciones está el rentarle algunos caballos a una atracción local regenteada por una ex-estrella infantil que supo tomar un segundo aire fuera de foros y de cámaras, Jupe Park (Steven Yeun).

Nope inicia con la muerte del padre, Otis (Keith Davies), a causa de un extraño accidente: una moneda que cae del cielo se clava en su ojo y se instala en medio de su cráneo. Por ello, el lacónico OJ debe encargarse ahora del negocio con la ayuda de la desmadrosa de su hermana. Pero varias cosas extrañas que suceden tanto en el rancho como en los alrededores comienzan a robarles su atención: desde la desaparición de algunos exploradores, que algunos caballos se pongan agresivos y otros huyan del rancho y jamás se les vuelva a ver, que los aparatos eléctricos dejen de funcionar por momentos, hasta que descubran, gracias a las grabaciones de una cámara que instaló un melancólico técnico llamado Ángel (Brandon Perea), qué hay una nube que no cambia de lugar.

Una noche en la que OJ va por uno de los caballos que intentan huir, le toca comprobar qué hay algo acechando en el cielo.

Lo diré sin cortapisas: Nope ya es de mis películas favoritas de este año. Y me resulta extraño querer empatarla con las dos anteriores cintas de Peele. La razón es sencilla: mientras que Get Out, su primera película, estaba construida alrededor de la tesis de que la construcción de un Estados Unidos liberal durante el gobierno de Barack Obama ha sido un fracaso, y que lo único que legaron esos ocho años fue un divisionismo tan marcado en la sociedad norteamericana que nadie debía extrañarse por la victoria de Donald Trump y su movimiento fascistoide; su segundo largometraje, Us, daba conscientemente un paso atrás en materia de alcance, y uno adelante en materia de crítica. Porque Us va se centra en las diferencias qué hay entre las clases sociales. Diferencias que nosotros mismos promovemos, mantenemos, creamos y hasta administramos.

Recordemos, Peele fue productor ejecutivo y sirvió como el narrador de la última versión de The Twilight Zone, y tanto Get Out como Us podrían verse como capítulos extendidos del programa. Pero con Nope ya no estamos en los terrenos de dimensiones desconocidas. Acá nos adentramos a los pasillos de la galería nocturna. En concreto con un episodio del monstruo de la semana.

Peele no niega su respeto por Spielberg. Nope inicia calcando los primeros minutos de ET: vemos acciones aparentemente incompletas que sirven para ir narrando, y a trompicones, el primer encuentro de los Haywood con lo desconocido. Y qué decir de su final, en el que solo falta que Keke Palmer lance un: Smile you son of a bitch!, mientras da vuelta a una manivela.

Lo que también está claro es que Peele no está de acuerdo con los dichos lanzados por Spielberg en el 2013. Nope lo deja claro con su nueva tesis: el cine como espectáculo, ese que está diseñado para atraer al público en masa no para contarle solo una parte de la historia que deberán completar comprando otros tantos boletos en el futuro, y elaborando teorías que seguramente nunca se cumplirán, y que urgirá a que se suscriban a una plataforma de streaming para ver la serie de acompañamiento; solamente necesita de alguien que demuestre su gusto por el cine con las imágenes que presenta en la pantalla.

Imágenes que, cierto, podrán verse en un teléfono, pero que nos demandarán que las veamos en una sala de cine sin que importe si es pequeña. Basta que sea cómoda y que esté bien acondicionada.

Nope seguramente no hará que vuelvan a nominar al Oscar a Peele. Pero me ha hecho regresar a aquellos años en los que uno iba al cine sin saber bien con qué se iba a encontrar, para ver a personajes que solo podrán existir en la pantalla lidiar con problemas que solo podrían existir en la pantalla de cine. Y que por dos horas y diez minutos todo asunto del día a día quede sublimado por unas imágenes arrebatadoras que nos harán abrir la boca, sonreír y decir: por eso vemos películas, carajo.

Atentamente, el Duende Callejero

Nota: una versión de este texto apareció el día 10 de septiembre en la columna Pista de Despegue del periódico El Debate.

Un Ballet de Impacto

Stephen Graham en una escena de Boiling Point, segundo largometraje del director y co-guionista Philip Barantini
Stephen Graham en una escena de Boiling Point, segundo largometraje del director y guionista Philip Barantini

Hace algunos años, el que una película tuviera un plano secuencia era algo que se destacaba en reseñas o comentarios, incluso en sus promocionales.

El hecho de seguir a uno o más personajes pasando de un lugar a otro y realizando una o más acciones ininterrumpidas, fuera mediante un truco o desarrollando un complejo ballet en el que actores y técnicos demostraban de qué estaban hechos, servía para hacer que el pulso del espectador se acelerara, que las palmas se humedecieran, las bocas se abrieran. En fin, un momento memorable. Incluso me tocó leer un par de textos en los que los autores se propusieron desentrañar si el hecho de recurrir a ese plano secuencia consistía en un mero artificio o si verdaderamente había ahí algo valioso para la trama de la cinta en cuestión.

Pero, con el tiempo, el empleo de los planos secuencia comenzó a pasar desapercibido.

Me ha tocado comprobar que en ciertas películas los espectadores ni se enteraron que se empleó uno. Y resulta que hasta en algunas series, en específico en esas amparadas tanto por una franquicia como por un estudio de esos que se consideran omnipotentes, parece que tienen la obligación de que uno de sus episodios o termine o esté construido alrededor de un plano secuencia.

Valga todo lo anterior para decir que en su segundo largometraje como director, Boiling Point (2021, Gran Bretaña), el también actor Philip Barantini (1980, Liverpool) recurrió al plano secuencia para meternos en la piel de Andy Jones (Stephen Graham), un chef que en vísperas de Navidad intentará no complicar aún más su vida mientras sortea cada uno de los obstáculos que tanto su carácter como su propia profesión le ponen enfrente.

La película, que se trata de una sola toma ininterrumpida, inicia con Jones intentando congeniar por teléfono con su ex mujer. Y nos basta ese momento, escuchar ese diálogo, ver esos gestos, paladear ese tono de voz, para tener una fotografía de cuerpo entero del hombre: el caos es su marca de nacimiento.

Jones podrá ser un genio y tener un genio, sí, pero lo que define su vida es el no terminar lo que a cualquier persona definiría como lo simple o lo obvio ¿Tienes un hijo? Entonces debes hacer malabares para tener tiempo para atenderlo ¿Tienes un negocio? Entonces debes cumplir ciertos requisitos mínimos para mantenerlo ¿Tienes una jornada que ya sabes que será extenuante frente a ti? Entonces no compliques más las cosas.

¿Sabes que no cuentas con un equipo que pueda respaldarte? Por qué no has realizado esos cambios que sabes que son necesarios.

Boiling Point, escrita por James Cummings y el propio Barantini, que resulta que además de actor también trabajó en la cocina de un restaurante en sus juventudes, es una experiencia tanto terrorífica y soberbia que responde sin problema ese cuestionamiento eterno sobre el empleo del plano secuencia ¿Tiene sentido? ¿Es necesario? ¿Aporta algo a la trama o solo se trata de un manido truco para apantallar a más de un espectador?

De mi parte, la respuesta a todas esas preguntas sería: aunque la película originalmente tiene el título de Punto de Ebullición, y acá la acabamos conociendo como El Chef aunque en otros lugares la conocieron como Hierve, bien podría titularse, y sin problema: Un Ballet de Impacto.

Porque eso es lo que es: una coreografía diseñada para noquearte y tirarte al piso boqueando saliva y sangre, pero que por alguna razón solo quieres levantarte para volver a sentir otro de sus bien calculados impactos, una y otra y otra vez más.

Atentamente, el Duende Callejero

Una versión de este texto apareció en la Pista de Despegue del día 3 de septiembre…

Para el cerebro reptiliano

Escena de Mad God, de Phil Tippett
Escena de Mad God, de Phil Tippett

Hace 30 años, el legendario artista Phil Tippett (1951, Berkeley) inició un proyecto personal: sin contar con una trama, con recursos propios y luego mediante un modelo de patronazgo en línea, ayudado por amigos y por discípulos, y sin que importe cuánto tiempo llevará terminarlo, Tippett se propuso hacer un largometraje animado mediante la técnica de stop-motion.

Técnica que, recordemos, luego de Jurassic Park, estrenada en 1993 y en la que Tippett trabajó en el equipo de efectos especiales de miniaturas y animación, parecía condenada a la extinción gracias a la llegada de la animación hiperrealista realizada por computadora.

El proyecto que el escritor, director, especialista en efectos especiales y muchas cosas más acaba de estrenar se titula Mad God (2021, Estados Unidos). Ese es el resultado de esos treinta y tantos años de trabajo en el que Tippett y compañía nos presentan un macabro viaje a una pesadilla cuyos significados son lo que menos importa.

Con lo que nos debemos quedar es con la experiencia, que si estamos en el humor correcto, seguro que viviremos a flor de piel.

En un mundo violento, caótico, decadente, amoral y en plena destrucción, conocemos a El Asesino: una figura humanoide enfundada en un atuendo muy parecido al que usaban los soldados de trinchera de la Primera Guerra Mundial, con todo y máscara de gas.

Él será nuestro guía.

El Asesino se adentra en ese paraje de horrores con lo que parece una misión: poner un explosivo en una fábrica. Se guía por un mapa que se destruye conforme lo consulta. Mientras, a su alrededor, otros personajes son asesinados, aplastados, desmembrados, devorados, y muchas cosas más. Pero él sigue su misión sin que le importe ni los cuerpos, ni la devastación que amenaza con acabar con toda la vida en ese mundo inmundo.

La senda de El Asesino lo lleva a toparse con otros personajes: La Enfermera, El Cirujano, alguien que será conocido como El Último Humano, unas brujas. Todos esos personajes tendrán su mini historia en la que la búsqueda de algo o de alguien será el común denominador.

Pero, conforme nos vamos adentrando a estas nuevas pesquisas, el preguntarnos ¿Qué es lo que estamos viendo?, resultará algo obvio. Y por más que nos abrumen y maravillen las imágenes que Tippett y compañía crearon con sus propias manos durante tanto, tanto tiempo, nuestra parte lógica demandará una explicación, un norte, un faro…

¡Algo!

Y es aquí que dejo un par de ideas: Tippett parece que comprendió muy temprano qué tiempos eran los que se nos venían encima. Es cierto, en todo Mad God no encontremos una sola referencia a una pandemia, pero sí la hay de guerras, líderes enloquecidos de poder, sacrificios sumarios de inocentes y enfermedades varias que diezman o mutan a esos seres que pueblan ese mundo.

Sin embargo, si algo queda bastante claro en cada uno de los embates que nos receta Mad God, es que la vida, parafraseando a Ian Malcolm, personaje de esa película en la que trabajó Tippett en 1993, encontrará su camino y subsistirá.

Mad God, una película para nuestro cerebro reptiliano.

Atentamente, el Duende Callejero

Wolfgang Petersen (1941-2022)

Wolfgang Petersen en el set de Das Boot (1981)

El viernes 12 de agosto, familiares del cineasta alemán Wolfgang Petersen compartieron la noticia de que el cineasta de 81 años había muerto.

Nacido en 1941 en Emden, ciudad al noroeste de Alemania, hijo de un oficial naval, Petersen creció adorando el mar y los barcos. Pero en lugar de seguir los pasos de su padre, decidió estudiar arte dramático en Hamburgo.

Quería dedicarse a la actuación.

Pero… Comenzó a filmar películas con cámaras caseras de 8mm como parte de su curso. Así fue que se inclinó por la dirección tanto teatral como cinematográfica.

En 1966, comienza a trabajar en DFFB (Deutsche Film und Fernsehakademie Berlin), una academia de producción audiovisual. Su trabajo inicial, filmar obras de teatro que después serían transmitidas en canales de la televisión europea.

Fue durante su paso por la DFFB que Petersen aprendió y pulió sus dotes para narrar con imágenes. Sus herramientas: el encuadre, el diseño de arte, la paleta de colores y hasta el físico de los actores.

Pasó años haciendo películas para la televisión y episodios de series, hasta que, en 1980, Bavaria Studios le ofreció un proyecto que parecía hecho a medida: adaptar la exitosa novela de Lothar-Günther Buchheim, que narra la gesta de un grupo de marinos alemanes a bordo de un submarino que buscaban cruzar, durante la batalla del Atlántico, el estrecho de Gibraltar, que entonces era controlado por la marina inglesa, para llegar a el Mediterráneo.

En 1981 se estrena: Das Boot, éxito que puso en el mapa tanto a Petersen como a su protagonista: Jürgen Prochnow.

La película (que en 1985 se presentó como una miniserie de televisión de tres partes que incluía escenas que quedaron fuera de la versión para cines) se convirtió en uno de esos títulos que conquistó a Hollywood desde sus entrañas. Nominada a seis Óscars, incluyendo el de Mejor Película en Idioma Extranjero, Das Boot anticipa, tanto la estética como temáticamente, ese cine de los ochenta y noventas, tan cargado de testosterona, tan preocupado por el apartado estético, tan deseoso de convertirse en una experiencia y tan romántico, que incluso llega a conmover a su auditorio.

Cine que luego intentaron secundar, con mayor o menor éxito, James Cameron, Tony Scott, Michael Bay y hasta el soso de Zack Snyder. Imposible pensar que exista The Abyss, Top Gun, Red Tide, Armageddon, The Island o 300 sin la claustrofóbica y operática cinta de Petersen.

Obviamente, Petersen acabó trabajando para Hollywood. Fue responsable de títulos que cumplieron cabalmente con lo que los estudios querían: éxitos de taquilla. Algunos hasta alcanzaron la etiqueta de blockbuster: Troy, Air Force One, Outbreak, The Perfect Storm. Mientras que otros quizá no arrasaron con la taquilla, pero tuvieron su merecida segunda vida en formatos caseros: In the Line of Fire, Enemy Mine, Die Unendliche Geschichte (o The Neverending Story, todo un éxito en Europa pero un fracaso en la taquilla norteamericana, que luego en cable y video cumplió las expectativas).

Fue el traspié económico de su Poseidón, de 2006, lo que lo alejó del cine.

Entre los proyectos que quedaron en el éter estuvieron: I Am Legend y Batman vs Superman, en el que incluso se tuvo un casting anunciado: Colin Farrell como Batman y Jude Law como Superman.

Petersen hizo una última cinta en Alemania, que fue una nueva versión de una comedia que hizo para televisión en la década de los 70: Vier Gegen die Bank.

Un último éxito cinematográfico que me falta por descubrir.

Buen viaje, Wolfgang Petersen.

Atentamente, el Duende Callejero...

12 de agosto, 2022

Salman Rushdie
Salman Rushdie, también conocido como Joseph Anton y Antonio Gómez

El 14 de febrero de 1989, el ayatolá Ruhollah Jomeiní leyó en Radio Teherán un edicto religioso en el que acusaba de blasfema a la novela The Satanic Verses (primera edición a mediados de 1988) y de apostata a su autor, Salman Rushdie (1947, Bombay).

El fetua, que es como se conoce a ese tipo de edictos religiosos, instaba a cualquier musulmán para que encontrara y diera muerte a Rushdie, y también a cualquiera que tuviera que ver con la publicación de la novela.

Remataba diciendo que: Cualquier musulmán que muera en esta empresa será considerado un mártir.

El delito del que se acusó a Rushdie fue el de haber escrito un texto contrario al Islam, que satirizaba la vida de Mahoma y en el que había un personaje, un Imán exiliado en París, que se valía de su autoridad y del fanatismo de sus acólitos para realizar vendettas personales.

Lo último, algo que con la fetua de Jomeiní dejó atrás los terrenos de la ficción para meterse de cabeza en la realidad.

La fetua incluyó una recompensa no oficial valuada en unos 3 millones de dólares.

Así inició el capítulo que significó un antes y un después en el mundo editorial. Y al respecto diré que bastaron un par de días para que el Gobierno Británico pusiera bajo protección a Salman Rushdie, que en ese momento dejó la vida pública para vivir recluido en habitaciones de hoteles o en departamentos de lujo vistiendo chalecos blindados, resguardado por ventanas con cristales a prueba de balas y sometido a protocolos de seguridad.

Eso sí, Rushdie siguió con su vida literaria. Publicó novelas y artículos cada tanto, aunque resguardado en todo momento por el Servicio Secreto Británico.

Cierto, la fetua no alcanzó a Rushdie en aquellos años, pero sí a los traductores: Ettore Capriolo de Italia y al japonés Hitoshi Igarashi, además del editor noruego William Nygaard. Según informativos y autoridades, fanáticos musulmanes atacaron a los tres y solo el japonés murió por las heridas sufridas en el ataque.

En los primeros años tras la fetua, Rushdie solo dio entrevistas y conferencias desde búnkeres de locación indeterminada. Pero a los años fue presentándose en lecturas y charlas en universidades o en ferias de libro, aunque sus apariciones jamás figuraban en los programas oficiales.

Juan Villoro hace una recuento de la visita de Rushdie a México como parte de las presentaciones para la promoción de su novela de 1995: The Moor’s Last Sigh. Está en su libro de crónicas: Safari Accidental (2005, Joaquin Mortiz).

En ese texto, Villoro plantea una lectura sobre cuál fue el verdadero pecado cometido por Rushdie:

… no aceptan que un novelista nacido en el seno de una familia musulmana se declare librepensador…

En los días en los que vino a México y visitó Tequila, Jalisco, bajo sobrenombres como Antonio Gómez o algo Chávez, Rushdie ya se las ingeniaba para aparecer o en un concierto de U2

Rushdie y Bono, que luego colaborarían en la canción The Ground Beneath Her Feet

En una escena de la película Bridget Jones’s Diary (2001).

Luego, fue apareciendo como panelista del algún programa televisivo norteamericano o británico, entre ellos el de Bill Maher para HBO: Real Time.

Sí, ese es Vicente Fox.

La fetua no caducó. Pasó que el mundo no se detuvo, que siguió su curso. Y como tantas otras cosas, la rutina se impuso dejando a un lado el imperio de los extraordinario.

Rushdie se fue a vivir a Nueva York, se nacionalizó estadounidense. Dicen que solía caminar por las calles de la metrópoli ya sin operativo de seguridad.

Hoy me entero que Rushdie sufrió un atentado en Chautauqua, una localidad ubicada al oeste del Estado de Nueva York. Estaba por dar una charla cuando un hombre subió al escenario y lo atacó a él y a otros miembros del staff. Hasta cuando escribo estas líneas, solo se sabe que el hombre fue detenido y que Rushdie y demás heridos están siendo atendidos en un hospital. Hace unos minutos, su editor Andrew Wylie comunicó mediante un correo electrónico que el escritor está conectado a un respirador, que no puede hablar, que su hígado está dañado junto con los nervios de una de sus manos, que incluso puede que pierda un ojo.

Desde acá le deseo que se recupere.

Y también pongo sobre la mesa que si alguien quiere honrar a Rushdie, lo mejor no sería hacerlo leyendo The Satanic Verses, sino su biografía novelada Joseph Anton: A Memoir, publicada hace diez años.

En Joseph Anton, Rushdie se sincera y de paso, se desnuda.

El nombre del título fue el que Rushdie utilizó en la década que vivió de incógnito. Fue su forma de honrar a dos de sus tótems literarios: Joseph Conrad y Antón Chéjov. Aunque en el libro relata que los agentes que lo resguardaban se referían a él como: Joe.

Narrado no en primera persona, sino en tercera, Rushdie nos presenta, tras un interesante y delicioso repaso de su infancia y adolescencia, a un personaje maduro que suele mostrarse cáustico con aquellos que lo rodea. Sean estos su esposa o sus amantes o sus familiares y hasta algunos amigos.

Entre las tantas crisis con las que Rushdie tuvo que lidiar en esos años, estuvo una que es de la que trata la mayoría de los capítulos finales de Joseph Anton: el hecho de que un hombre que ha dedicado su vida a configurar ficciones y crear personajes y mundos, descubriera que ahora se ha convertido él mismo en un personaje de una ficción que a no le gusta, y que vive en un mundo que ni en sus peores pesadillas pensó que existiría.

Pero no esperen un texto sombrío y plagado de autocompasión. No, Joseph Anton: A Memoir es casi una novela picaresca.

Esa es la muestra de algo que Rushdie siempre ha defendido, sea con sus artículos, sus novelas o sus discursos: que la literatura y todas las artes, incluyendo aquellas dedicadas al entretenimiento, jamás podrán pensarse o realizarse al margen de la política.

Canción de U2 con letra de Salman Rushdie, que apareció originalmente en su novela The Ground Beneath Her Feet

Atentamente, el Duende Callejero

PD…

Hace meses, Rushdie comenzó un newsletter llamado: Sea of Stories en Substack. Contaba anécdotas, ideas, incluso comenzó a publicar una novela llamada The Seventh Wave.

Es de paga, y la liga está acá: