El consentimiento

De nuevo, al pasado ¿Me acompañan?…
En concreto, al decimocuarto largometraje, A Serious Man (2009, Estados Unidos, Inglaterra y Francia), de los hermanos Joel y Ethan Coen, donde vuelven a adeñuarse de una historia del dominio público para montar su trama.
Recordemos, hace años tomaron unas cuantas escenas de La Odisea de Homero y las insertaron en O Brother, Where Art Thou? (2000). Antes se adueñaron de una anécdota del dramaturgo Clifford Odets para su Barton Fink (1991). Sin embargo, lo que la distingue A Serious Man del resto de su filmografía es que aquí hacen algo que permanece inédito en su filmografía.
Verán, luego de cubrir varios puntos de la geografía estadounidense del siglo XX relatando ironías que solo podrían pasarle a ciertas personas que viviera en ciertas regiones y en ciertos momentos, ahora el relato que pertrecha el par se vuelve personal.
A Serious Man se sitúa en un pueblo de su natal Minnesota, repitiendo parte de lo que hicieron con Fargo (1996), solo que a finales de los sesenta. Justo en esa época en la que los hermanos dejaban la niñez y entraban en la adolescencia.
Estamos en una comunidad judía clasemediera como en la que ellos vivieron, y para colmo acompañando a un personaje, Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg), dedicado a la academia. Profesión de Edward Coen, padre de Joel y Ethan.
Curiosamente ante una historia que parece tan personal, uno esperaría que los Coen se explayaran con esa conocidísima marca de la casa: por más desventuras que le pasen sus criaturas, al final ninguna quedará desvalida. Recordemos lo que dijo el vaquero anónimo (Sam Elliot) en The Big Lebowski (1998): I guess that’s the way the whole durned human comedy keeps perpetuatin’ itself.
Pero, sorpresa, estamos ante su película más visceral. Una que se toma sus momento para gritar ¿Carajo, qué es lo que Dios quiere de nosotros? Para luego responder que claro, qué inocente es esperar una respuesta de la nada.
Larry es un maestro de ciencias en un pequeño colegio liberal en el Estados Unidos de 1967. Vive con su familia (su esposa Judith, sus hijos Danny y Sarah), en una casa recién adquirida cuya manutención los hace ajustarse el cinturón. Pero Larry no se queja. Como diría una canción de la época: the times they are a-changin’, así que lo mejor sería aprovechar ese momento plagado de ánimos revolucionarios, de amor, de paz y dejarse llevar por la corriente.
Solo que como todo hombre consciente de que la juventud se ha ido y que eso que llaman madurez hace rato que está instalada en su humanidad, Larry comienza, sin tener conciencia de ello, a cuestionarse sobre su vida, sobre sus logros, hasta sobre sus creencias. Y sin dejar en claro cuáles son sus conclusiones, inicia una especie de campaña dedicada a encontrar paz mental para él y para sus allegados, iniciando con algo tan simple como un chequeo médico.
Es cuestión es que, en cuanto deja su usual estado pasivo parece haber puesto en marcha una serie de desgracias.
Desgracias que vendrán a ponerlo a prueba en cuanto a su tolerancia y paciencia, y que también sirven para ilustrar esa época en la que la palabra inocencia dejó de tener sentido para el norteamericano promedio.
No es secreto, estamos ante la reinvención del Libro de Job.
Allá, el Diablo y Dios juegan una apuesta relacionada con la fe del hombre ¿Hasta dónde llegará? ¿Qué se tiene que hacer para quebrarla? El Diablo escoge a un hombre sin atributos, o bueno, a un hombre serio, Job, para someterlo a toda clase de calamidades con el permiso de Dios. Todo porque Él estaba tan seguro de que la mejor de sus criaturas nunca lo defraudaría.
Al final, Dios gana al demostrarle al Diablo que por más desgracias acontecidas, ese hombre serio, Job, jamás perdió la fe. Pero también acaba reprendiendo a Job al escucharlo molesto cuando uno de sus vecinos le dice que si algo malo le estaba pasando debía ser a causa de sus pecados. Que lo mejor sería que revisara qué ha hecho con su vida.
Por esa muestra de orgullo, el castigo de Dios resulta más interesante que la misma apuesta: le devuelve todo lo que perdido, para ver si así aprende a no ser orgulloso.
¿Y qué es lo que los Coen quieren de nosotros?
Eso podemos gritar al final, aunque, la verdad ¿No lo hemos entendido?
Convendría recordar aquí que algunos han puesto un pero a la historia de Job.
¿Cómo es posible que Dios consintiera que alguien más que Él fuera el que pusiera a prueba a Job?
Y, teniendo en cuenta que esta es la película más personal del dueto ¿Qué significan ese crudo relato que los hermanos nos han mostrado?
Ah, eso me recuerda dos cosas:
Primero, a la escritora y activista norteamericana Eleanor Roosevelt, esposa del trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos, se le atribuye la frase: nadie puede hacerte sentir inferior sin tu consentimiento.
Segunda, la única criatura parida por la imaginación los Coen que queda desvalida es Barton Fink. Ese otro personaje principal judío que tiene su filmografía que en algún momento de la película otro personaje le dice: Barton, empathy requires understanding.
Atentamente, el Duende Callejero…
Debe estar conectado para enviar un comentario.