El olor de la culpa

Adèle Exarchopoulos, en la escena inicial de Les Cinq Diables
Adèle Exarchopoulos en la escena inicial de Les Cinq Diables

Vicky Soler (Sally Dramé) tiene diez años cuando por fin conoce a su tía Julia (Swala Emati).

Ella es la hermana menor de su estoico padre, Jimmy (Moustapha Mbengue), que es bombero.

Él acepta que se quede en casa, con ellos, por unos días.

Julia es una mujer de la que ni su padre ni su madre, Joanne (Adèle Exarchopoulos), una entrenadora de natación, le habían hablado a Vicky. Y aunque él le dice que no sabe dónde estuvo o qué hizo durante todos esos años, Vicky se entera que ha estado en contacto con ella.

Sin embargo, lo que más le intriga es la reacción de su madre.

Ella, que siempre ha actuado como si se hubiera quedado a la mitad de algo, que rara vez sonríe pero que tiene sus momentos de ternura con ella, desde la llegada de Julia se muestra a la defensiva. Y en una ocasión la escuchó decir que quería que se fuera de inmediato.

¿Por qué su padre le miente a Vicky sobre el paradero de su hermana? ¿Por qué su madre se muestra tan agresiva con ella?

¿Por qué otros del pueblo donde viven se muestran tan incómodos con el regreso de Julia?

Todo eso da para un thriller. Sin embargo, para Léa Mysius (1989, Burdeos), directora y coguionista junto con Paul Guilhaume, es apenas el arranque.

Puesto qué hay algo que omití en esas primeras líneas.

Verán, resulta que Vicky tiene un ¿Don? ¿Poder? ¿Cualidad? Llámenlo como quieran.

Ella tiene el sentido del olfato súperdesarrollado.

Tanto, que es capaz de adivinar qué animal se comió una bellota o de encontrar a su madre en un claro del bosque con los ojos cerrados y con ella cambiando de lugar a cada momento y sin tropezar. Y en su recamara, Vicky guarda unos frascos en los que, mezclando diferentes ingredientes y objetos, recrea el olor de algunas personas. Y aunque su vida social es limitada pues sus compañeros de escuela la agreden por su color de piel y por su pelo rizado, ella es feliz acompañando a su madre en su trabajo y juntando esos ingredientes que luego les servirán para recrear los olores.

Y sí, vuelto a lo mismo de líneas arriba: esa es una interesante característica de nuestro protagonista. Pero, caray, que hay algo más.

Vicky no tarda en recrear el olor de Julia. Y al oler el frasco que lo contiene, pierde el conocimiento.

Así es como, al despertar, se asoma a un momento en el pasado en el que sus padres eran jóvenes y parecían felices. Además, descubre que su madre y Julia eran muy buenas amigas, o quizá algo más; y que Nadine (Daphne Patakia), que en el presente trabaja con Joanne en el gimnasio acuático y que se muestra algo amargada todo el tiempo, en el pasado era simpática y no tenía ni el rostro ni parte del cuerpo marcado por cicatrices. Y tenía algo más que amistad con su padre.

Eso y más es lo que Mysius nos tiene preparado con su película Les Cinq Diables (2022, Francia), disponible en MUBI, y que debe su título al conjunto de montañas que cercan al pueblo en el que viven Vicky y sus padres.

Con Les Cinq Diables, tenemos a una cinta que, mezclando géneros y tópicos, explora temas como la culpa, la amistad, el amor, la intolerancia, y también sobre ese raro don, poder o cualidad que al parecer todos tenemos, pero que empleamos tan poco: la resiliencia.

Don, poder o cualidad que aquí, entre los imponentes Cinco Diablos, esta niña de apenas diez años y con una fijación con los olores, aprende y comprende mejor que sus mayores.

Atentamente, el Duende Callejero

El Cine y el Padre Amorth

Russell Crowe y Daniel Zovatto en una escena de ‘The Pope’s Exorcist’
Russell Crowe y Daniel Zovatto en una escena de The Pope’s Exorcist

No veo trailers de películas.

La razón: dichas herramientas de promoción suelen maquilarlos compañías externas a la producción. Y les importa muy poco qué imágenes utilizan y de qué forma. Solo que el público vaya a las salas.

Así que pasa que el público al ver un tráiler se hace, literal, una película en su cabeza que los hace ir al cine, sí, pero solo para darse cuenta que han sido engañados.

La película que les vendieron poco tiene que ver con la que están viendo.

Así que, aunque cada día resulta más difícil llegar a una sala sin antes ver algunos segundos de algún tráiler, sigo lográndolo.

Y la constante es que la experiencia sigue siendo placentera y harto recomendable.

Valga esta introducción para remarcar que me llevé una grata sorpresa hace días con The Pope’s Exorcist (2023, Reino Unido, España y Estados Unidos), dirigida por Julius Avery, escrita por Michael Petroni y Evan Spiliotopoulos, y protagonizada por Russell Crowe.

Película que, confieso, no pensaba ver.

Sobre posesiones, mi interés estaba en la que se estrena esta semana: Evil Dead: Rising. Pero accedí a ir con alguien que sí había visto el tráiler y sucedió lo siguiente: Quién vio el trailer salió algo decepcionado de la película, pero yo que no había revisado ni el póster, casi salí aplaudiendo.

Tomando como base, según rezan los créditos, los escritos y la vida del padre Gabriel Amorth, jefe del departamento de exorcismos del Vaticano al que William Friedkin (o sea, el director de The Exorcist) le dedicó un documental hace años, The Pope’s Exorcist es una comedia de horror que apela a la fórmula de la buddy movie, con todo y sus momentos de acción, para entregarnos una cinta que se siente como si estuviéramos leyendo un cómic de horror.

Algo cercano a Hellboy.

Y que, curiosamente, a pesar de decantarse por las fórmulas conocidas en anteriores películas sobre exorcistas, no trata de alguien que pierde la fe y la encuentra mediante su batalla con un demonio.

De hecho el propio Amorth de Crowe lo deja claro en los primeros minutos de la película: su fe no está a prueba.

Aquí el tema, salpimentado con las necesarias escenas escabrosas y una trama que brinca del whodunit al whydunit a placer, tiene como único fin el ¿sugerirnos? ¿recordarnos? que el mal existe y que debemos seguir cuidándonos de él a pesar de que ahora nos amparamos en la lógica y la ciencia y la tecnología.

Aunque, bueno, también nos sugiere y recuerda que ahí anduvo un exorcista adicto al café expreso que lleva entre sus ropas una botellita de whisky según eso para aliviar su garganta, que va a todos lados en una motocicleta Vespa, que ha escrito artículos y libros (los libros son buenos), y que si el lugar que tiene que explorar está oscuro, húmedo y con olor a azufre, seguramente antes de entrar encontrará un comentario perfecto para aliviar la tensión.

¿Lo mejor? En su final, The Pope’s Exorcist anuncia que aún le quedan 199 historias por contar.

Esperemos que al menos tengamos una más.

Atentamente, el Duende Callejero

Para el cerebro reptiliano

Escena de Mad God, de Phil Tippett
Escena de Mad God, de Phil Tippett

Hace 30 años, el legendario artista Phil Tippett (1951, Berkeley) inició un proyecto personal: sin contar con una trama, con recursos propios y luego mediante un modelo de patronazgo en línea, ayudado por amigos y por discípulos, y sin que importe cuánto tiempo llevará terminarlo, Tippett se propuso hacer un largometraje animado mediante la técnica de stop-motion.

Técnica que, recordemos, luego de Jurassic Park, estrenada en 1993 y en la que Tippett trabajó en el equipo de efectos especiales de miniaturas y animación, parecía condenada a la extinción gracias a la llegada de la animación hiperrealista realizada por computadora.

El proyecto que el escritor, director, especialista en efectos especiales y muchas cosas más acaba de estrenar se titula Mad God (2021, Estados Unidos). Ese es el resultado de esos treinta y tantos años de trabajo en el que Tippett y compañía nos presentan un macabro viaje a una pesadilla cuyos significados son lo que menos importa.

Con lo que nos debemos quedar es con la experiencia, que si estamos en el humor correcto, seguro que viviremos a flor de piel.

En un mundo violento, caótico, decadente, amoral y en plena destrucción, conocemos a El Asesino: una figura humanoide enfundada en un atuendo muy parecido al que usaban los soldados de trinchera de la Primera Guerra Mundial, con todo y máscara de gas.

Él será nuestro guía.

El Asesino se adentra en ese paraje de horrores con lo que parece una misión: poner un explosivo en una fábrica. Se guía por un mapa que se destruye conforme lo consulta. Mientras, a su alrededor, otros personajes son asesinados, aplastados, desmembrados, devorados, y muchas cosas más. Pero él sigue su misión sin que le importe ni los cuerpos, ni la devastación que amenaza con acabar con toda la vida en ese mundo inmundo.

La senda de El Asesino lo lleva a toparse con otros personajes: La Enfermera, El Cirujano, alguien que será conocido como El Último Humano, unas brujas. Todos esos personajes tendrán su mini historia en la que la búsqueda de algo o de alguien será el común denominador.

Pero, conforme nos vamos adentrando a estas nuevas pesquisas, el preguntarnos ¿Qué es lo que estamos viendo?, resultará algo obvio. Y por más que nos abrumen y maravillen las imágenes que Tippett y compañía crearon con sus propias manos durante tanto, tanto tiempo, nuestra parte lógica demandará una explicación, un norte, un faro…

¡Algo!

Y es aquí que dejo un par de ideas: Tippett parece que comprendió muy temprano qué tiempos eran los que se nos venían encima. Es cierto, en todo Mad God no encontremos una sola referencia a una pandemia, pero sí la hay de guerras, líderes enloquecidos de poder, sacrificios sumarios de inocentes y enfermedades varias que diezman o mutan a esos seres que pueblan ese mundo.

Sin embargo, si algo queda bastante claro en cada uno de los embates que nos receta Mad God, es que la vida, parafraseando a Ian Malcolm, personaje de esa película en la que trabajó Tippett en 1993, encontrará su camino y subsistirá.

Mad God, una película para nuestro cerebro reptiliano.

Atentamente, el Duende Callejero

Lectura del verano de 1992

Parte de la portada del The Stand de Stephen King en su versión extendida
Parte de la portada del The Stand de Stephen King en su edición extendida de inicios de los años noventa

En el verano de 1992 hice mi primer viaje solo.

Entonces tenía 16 años. Viajé de Los Mochis a Guadalajara en autobús. Fueron unas veinte horas de viaje y recuerdo bien que vomité un par de veces en el baño. Solo bebí agua durante el viaje tanto de ida como de regreso por mis mareos.

Diré que hasta la fecha suelo marearme cuando viajo en autobús, pero ya no vomito.

Recuerdo que mi maleta para ese viaje fue una mochila con un par de playeras, un pantalón de mezclilla y algunas mudas de ropa interior. Me recibiría en Guadalajara uno de mis tíos maternos, Gustavo. Me quedaría con él quince días. Él le había dicho a mis padres que deberían mandarme con él ese verano, que me haría bien comenzar a viajar por mi cuenta.

Ellos aceptaron.

Claro que tengo muchas anécdotas sobre ese primer viaje por mi cuenta. Pero este no es el lugar para relatarlas. Escribo esto porque para ese viaje me hice acompañar de la novela The Stand de Stephen King en la edición de 1990 de Plaza & Janés: Apocalipsis, ese era su título nacional. A la mitad de su portada venía un cintillo negro advirtiendo que aquella era la edición completa, sin supresiones, de La Danza de la Muerte.

Encontré ese libro, junto con otros de Stephen King en el estudio de la casa de mi abuelo materno. Hasta el día de hoy no sé quién era el que compraba esos libros que cada tanto aparecían en uno de aquellos viejos libreros. Todos traían señas de ya haber sido leídos: en algunos había pasajes subrayados con lápiz e incluso con plumas de diferentes colores.

Además de las novelas de King, encontré uno de los Books of Blood de Clive Barker en su edición Martínez Roca, Something Wicked this Way Comes de Ray Bradbury y hasta un par de novelas de Dean R Koontz. Pasé muchas horas leyendo y releyendo esos libros. Llenaba hojas de mis libretas con ideas y cuestionamientos salidos de esas lecturas y relecturas, además de algunos dibujos. Pero con The Stand pasaba lo siguiente: lo sacaba del librero, lo hojeaba, leía las primeras páginas y luego lo volvía a su lugar.

Sus mil quinientas y tantas páginas me intimidaban, lo acepto.

Pero como quince días de aquel verano de 1992 en aquella ciudad tan conocida, pero también tan ajena (mi familia materna es de Jalisco, así que Guadalajara y sus alrededores siempre fueron uno de los destinos de viaje familiar desde que era pequeño), me parecieron una eternidad. Y como sabía que durante las mañanas y parte de la tarde estaría solo en el departamento de mi tío, esperándolo a que regresara del trabajo para poder ir a dar la vuelta, decidí que The Stand me serviría para matar las horas.

Lo que nunca imaginé fue lo rápido que me bebería esas mil quinientas y tantas páginas que tanto me habían intimidado.

Leí The Stand en unas tres mañanas con su respectivo cacho de tarde. Recuerdo que una de las cosas que me atrapó ocurre a la mitad del primer libro, el que lleva por título Captain Trips.

Larry Underwood, el hedonista cantante de rock que ya había visto morir a su madre víctima de la supergripe y que en esas páginas se hacía acompañar de una mujer madura, Rita, con la que dejaría atrás un Nueva York que se ahogaba en el hedor de millones de cadáveres al aire libre, citaba a The Hobbit de JRR Tolkien.

Y entonces algo hizo click dentro de mí. Comprendí que todo eso que se me hacía tan familiar en la novela provenía de otros libros que ya había leído y que me habían gustado.

Ahí estaban esos pasajes protagonizados por Stuart Redman, y Frances Goldsmith y Harold Lauder, que hacían recordar a Watership Down de Richard Adams. Los de Nick Andros y Tom Cullen que hacían eco tanto al Lord of the Flies de William Golding como a Of Mice and Men de John Steinbeck. Y qué decir de la ominosa sombra de Randall Flagg, con todo y su reino en Nevada, que se manifiesta en las páginas de la novela como un villano a la Saurón de The Lord of the Rings de Tolkien.

Y como él, todo lo ve (bueno, salvo quién era tercer espía. Igual que Saurón no supo quién era el portador del anillo).

Creo que la trama ya es conocida. Igual, va un resumen: todo inicia una noche en una base militar al norte de California. En ese lugar, el gobierno de Estados Unidos ha estado creando una supergripe que se trasmite de forma sencilla y que mata en cuestión de horas. Se supone que será usada como un arma bacteriológica en el futuro, pero por sucede un accidente y el virus queda libre. Así que en cuestión de semanas muere casi la totalidad de la población del mundo, salvo a unos cuantos que resultan inmunes. La narración de King se concentra en los sobrevivientes de Estados Unidos, que se separan en dos grupos: los que van a Boulder, Colorado, convocados por una señora negra de ciento ocho años que se les aparece en sueños y que dice llamarse Abigail Freemantle, y los que se concentran en Las Vegas, Nevada, atendiendo el llamado de el hombre de negro, que se les aparece en pesadillas y que dice llamarse Randall Flagg.

Pronto, los dos grupos habrán de enfrentarse. Flagg planea desaparecer a Boulder con una bomba atómica mientras que cuatro miembros del comité de Boulder irán caminando hasta las Las Vegas para encarar a Flagg sin armamento o plan.

Lo único los acompaña a esos cuatro, y que los arropa, es su voluntad.

The Stand suele llevarse los laureles cuando se trata de decidir cuál es la mejor novela de Stephen King. Además, es un referente de obras literarias que mezclen el fantástico con el horror y cuyo escenario es el fin del mundo.

Algunos autores, como Chuck Wendig o Paul Tremblay, citan a The Stand como una inspiración a la hora de escribir sus propias versiones del Apocalípsis: Wanderers y Survivor Song, respectivamente.

Mientras que otros lo aceptan con cierto recelo.

Qué decir de las canciones que ha inspirado: Ride the Lighting de Metallica y Among the Living de Anthrax.

The Stand ha tenido dos adaptaciones en forma de serie. La de 1994, escrita por el propio King con la dirección de Mick Garris y que fue un evento televisivo para ABC. Y la de finales del 2020, estrenada en plena pandemia y que estuvo a cargo de Josh Boone y Benjamin Cavell para Paramount+.

Es en esa segunda adaptación en la que King decidió revelar una versión extendida del epilogo de la novela, El círculo se cierra. Esa fue la razón por la que decidí ver los nueve caóticos episodios que dieron cuenta de una historia que, caray, vaya que no necesitaba tanto salto en el tiempo.

Porque si hay algo que encanta en el relato, es cómo cada uno de esos personajes van llegando a sus respectivos destinos y van conociendo a esos otros personajes, creando lazos afectivos. Algo que la narrativa fragmentada de la nueva serie, ensarzada más por el efectismo y la sorpresa, acaba lastrando.

Pero, bueno, hablaba del epílogo de King. Luego del sacrificio y la destrucción en Las Vegas y del regreso de Stuart y Tom a Boulder, y también del nacimiento y la prueba tras el nacimiento de la hija de Frances; la pareja, junto con la recién nacida, Abigail, deciden emprender un viaje a bordo de una caravana hasta Maine. La única justificación tras ese viaje es las ganas de Frances por volver a ver el mar del pueblo en el que nació y no murió.

Y es en un punto de ese viaje, uno en el que la familia se siente cómoda con su decisión y baja la guardia, que Flagg se manifiesta y pone a prueba a Frances.

Otro de los problemas que tiene esta nueva versión de The Stand es lo pequeña que se siente. Mientras que Garris logró transmitir la sensación de que todo lo que ocurre en la pantalla forma parte de un evento inmenso, uno que incluso va más allá de sus márgenes; acá todo ocurre en espacios regularmente cerrados, con unos cuantos personajes y recurriendo a líneas interminables de diálogos. Pero dicho hermetismo expositivo vaya que le sienta bien a ese epílogo en el que, por alguna razón que de nuevo queda sin resolver, se decide verbalizar lo que considero que es la idea capital de The Stand: llegará un momento en la vida en la que nos tendremos que tomar una decisión. Y dicha decisión es qué camino deberemos tomar. Uno de esos caminos ofrece una solución total al problema que tenemos frente a nosotros. Y dicha solución, de momento, solo nos pide un pequeño tributo. Pero si sabemos leer entre líneas, quizá lograremos comprender que dicho tributo, a la larga, acabará siendo peor que el problema inicial. Pero vaya que resulta seductor dar ese tributo.

Aunque también está el otro camino. Uno que no reclama un tributo, que solo nos pide aceptar las consecuencias de nuestras acciones y encarar nuestras limitaciones. Que puede que nos deje sin nada, que seguro que nos provocará algo de dolor, que nos mandará al fondo de un hoyo oscuro y húmedo.

Pero que no nos convertirá en otra cosa. Porque en ese camino seguiremos siendo justos.

Algo así fue lo que pensé en aquel verano de 1992 en el que viajé por primera vez solo y en la que leí por primera vez The Stand de Stephen King. Sé que no fui el mismo tras ese viaje, que esos recorridos por la ciudad que solo conocía con mi familia me hizo resolver muchas dudas, además de ganar otras tantas que necesité años para asignarles algunas respuestas.

Pero sería injusto dejar fuera la lectura de la novela mastodóntica de King como parte fundamental de esa experiencia.

Porque gracias a ella, adopté un mote que sigue rigiéndome:

Often wrong, never in doubt.

Atentamente, el Duende Callejero

Canciones que no cantarán los muertos

Portada de El Canto del Cisne o Swan Song
Portada de El Canto del Cisne o Swan Song

El Canto del Cisne o Swan Song, publicada originalmente en 1987 pero que leí en 1992-1993 gracias a la edición de Martínez Roca, es la Gran Novela de Robert R McCamon (1952, Birmingham Alabama).

Y él lo sabe, vaya que lo sabe.

Aunque en 1989, apenas dos años después de la aparición de su épica, publicó, en el número 22 de la revista Mystery Scene, una diatriba en la que orondamente dijo:

Swan Song… is ancient story to me… I want more from myself, and I don’t plan on letting anybody belive for a second that Swan Song is going to be a laurel wreath on my head.

Y en 1992, cinco años después, seguramente tras evaluar lo logrado con sus otras publicaciones, Stinger de 1988, The Wolf’s Hour de 1989, la colección de relatos Blue World de 1990, MINE o Mary Terror también de 1990, Boy’s Life o Muerte al Alba de 1991 y Gone South o Huida al Sur de 1992, McCamon simplemente decidió retirarse de la escritura. Aunque su retiro acabó en el 2002, cuando, además de quitarse la R de Rick, publicó Speaks the Nightbird, novela histórica en clave de horror que inaugura la saga de Matthew Corbett, que continuó con Queen of Bedlam del 2007, luego vendrían Mister Slaughter del 2010, The Providence Rider del 2012, The River of Soul del 2014, Freedom of the Mask del 2016 y Cardinal Black del 2019.

Lo siento, en verdad lo siento McCamon, pero El Canto del Cisne o Swan Song sí es y me temo que será la corona de olivo perfecta para tu cabeza.

Y acá ente nos, no importa que luego renegara del horror. Se sabe que en la década de los noventa, el señor prohibió las reediciones de sus primeras cuatro novelas, Baal o El Príncipe de los Infiernos de 1978, Bethany’s Sin de 1980, Night Boat también de 1980 y They Thirst o Sed de Sangre de 1981. Además, en 1991, en un artículo para la revista Lights Out! dijo que…

The field of horror writing has changed dramatically since the mid- to late-’70s. At that time, horror writing was still influenced by the classics of the literature. I don’t find that to be true anymore. It seems to me that horror writing, all writing, no matter what genre, needs to be about people, first and foremost. It needs to speak to the pain and isolation we all feel, about the disappointments we have all faced and about the bravery people summon in order to get through what is sometimes a crushing day-to-day existence. Again, I don’t find that to be generally true of the horror field as we enter the ’90s. Something of rubber stamping and cookie cutters has gotten into this field, and it’s an unfortunate fact that even the best writing is judged not by its own merit, but by what the general public understands to be real horror-namely, the brutal and brainless garbage that Hollywood throws out as entertainment for the lowest common denominator.

Tampoco importa que dijera que le apenaba que tanto Los Angeles Times y Publishers Weekly dijeran que con El Canto del Cisne o Swan Song estaba al nivel de Stephen King, principalmente por las similitudes que hay con The Stand, original de 1978 y cualquiera de la saga The Dark Tower, o de Peter Straub, seguramente por Talisman, publicada en 1984 y co escrita con King, además de Ghost Story, original de 1979.

El Canto del Cisne o Swan Song es una novela fantástica y larga, 900 y tantas hojas. Una road-novel que inicia apocalíptica, continua post-apocalíptica, y culmina volviéndose una correcta revisión al inmortal cuento sobre la última lucha entre el bien y el mal.

Revisión no exenta de belleza, compasión, locura, violencia, horror, aventura y, vaya, esperanza.

Cinco personajes que caminan y caminan primero en un mundo convulso, confortado por los miedos y manías de la Guerra Fría, pero que extrañamente no se sienten tan lejanos a nuestros pandémicos tiempos. Luego caminan y caminan por un erial poblado por amenazas mutantes y desolación. Cada uno con sus historias a cuestas, vivirán y sobrevivirán un desastre nuclear solo para comprender que en sus actos yace el verdadero futuro de la humanidad.

El Canto del Cisne o Swan Song logra lo que muchos escritores han ansiado, el estampar correctamente la posibilidad de un nuevo inicio luego de nuestra larga y enfermiza relación amorosa con el fuego o ese legado-condena de Prometeo, hijo de Jápeto y Asia, o, según Esquilo, de Temis y de Gea. Algo que según McCamon no solo nos permitió evolucionar como sociedad hasta alcanzar el dominio tecnológico, sino que acabó siendo nuestra innegable perdición.

El fin del mundo tal y como lo conocemos. El Canto del Cisne o Swan Song alterna la polifonía capitular que toda épica que intenta retratar el caos debe presentar, por un relato seriado que, por 95 capítulos, completarán la historia en la que Sue Wanda Prescott, o Swan, se convertirá en leyenda gracias a sus manos, que inexplicablemente pueden devolverle la vida a las plantas aún en medio de tal devastación.

Best seller atípico, aunque vendió los suficientes ejemplares como para aparecer en las listas del New York Times, ganó el premio Bram Stoker a mejor novela de horror en 1988, y sigue en la lista de Jones & Newman de los mejores 100 libros de horror en los últimos 500 años, El Canto del Cisne o Swan Song es una novela prácticamente desconocida. Heredera más de Richard Jefferies o de Richard Matheson que de los citados King o Straub, pilar sobre el que se funda una obra mayor como The Road de Cormac McCarthy.

El Canto del Cisne o Swan Song, además de ser una rabiosa oda al átomo y al monstruo que todos llevamos dentro, también es un apreciable homenaje a la que quizá sea nuestra mejor cualidad…

El fabular.

Atentamente… El Duende Callejero