El verdadero enemigo

Amanda Seyfried en un fotograma de Anon de Andrew Niccol
Amanda Seyfried en un fotograma de Anon de Andrew Niccol

Tal parece que al director, productor y guionista neozelandés Andrew Niccol (1964, Paraparaumu) lo seguiremos recordando por su primera cinta, Gattaca (1997, Estados Unidos).

Han pasado ya veintiún años desde su estreno, y cada que Niccol presenta una película, sin que importe si fue el productor, el director o escribió el guion; el lugar común al que siempre se regresa es que estamos ante el realizador de Gattaca.

Lo curioso es que esa cinta no fue un éxito en taquilla.

Su fama creció con los años, gracias en parte por esa realidad en la que vivimos que cada tanto parece demandarnos una reflexión sobre el uso y/o abuso que le estamos dado a la tecnología en nuestra vida diaria, además de nuestra al parecer eterna inconformidad por quiénes y cómo somos.

Eso vaya que ha alentado historias e histerias por igual.

Quizá por ello, Niccol parece decidido a mejor dejarse llevar por la trama y el género, y no por la propuesta distópica ahora que presenta con su nueva película, Anon (2018, Alemania), cuyos derechos de distribución fueron comprados por Netflix.

En un futuro philip dickiano, o sea: un futuro bastante posible, más no deseable, que quizá ocurra dentro de unos diez años o menos; en una ciudad que se parece mucho Nueva York, un ajado policía llamado Sal (Clive Owen) tendrá que resolver una serie de asesinatos que aún no han sido esclarecidos en una sociedad en la que los crímenes casi se han erradicado por completo ¿La razón por la que ha pasado esa maravilla? Todas las personas portan unos dispositivos que dan cuenta de las acciones que hacen en cada momento. Así que si cometen un crimen mayor o alguna mera falta administrativa, al ser cuestionados por las autoridades les resultará imposible mentir: el dispositivo presentará qué fue lo que pasó realmente. Pero tanta “perfección” se va al trasto cuando una joven (Amanda Seyfried) aparece.

Ella no porta uno de esos dispositivos y tampoco está en el sistema, por lo que no se sabe cuál es su identidad. Lo único que queda claro es qué hay algo en esos asesinatos que investiga Sal que le interesa a la joven. Pero ¿qué se esconde tras ese interés: la intención de resolver los asesinatos o que no se sepa qué papel jugó en ellos?

Estamos ante un cumplidor sci-fi noir que capotea sus problemas técnicos (se nota su apretado presupuesto), tanto con el destacable trabajo actoral por parte la fría hacker interpretada por Seyfried, como con su correcto diseño de producción a cargo de Philip Ivey.

Sí, Niccol cuestiona con Anon si el derecho individual a la intimidad acabará sometido por ese bien mayor que representa una sociedad libre de violencia y crimen.

Hasta uno de los personajes lo dice: El ser anónimo es el enemigo.

Y aunque ya vimos algo similar con Minority Report (2002) de Steven Spielberg, basada por cierto en un relato de Philip K Dick; lo cierto es que Anon resulta una micro-gran cinta cuya principal valía consiste en dejar claro que Niccol sigue siendo ese aguerrido cineasta que no se cansa en decir que aunque el futuro parezca un lugar vedado para la esperanza, mantenerse firme a los principios y no ceder a las presiones es lo único que siempre nos quedará. Es cuestión de cada uno de nosotros el enterarnos de eso y actuar en consecuencia.

Atentamente, el Duende Callejero

De Anécdotas, Ciudades Citadas y Resistencias


Imposible abstenerse de la anécdota, así que con su permiso: a mediados de los pasados años cincuenta, Hugo Santiago (1939-2018) dejó Argentina para irse a vivir y convivir en Europa. Residió en Paris varios años, ahí conoció a Robert Bresson, fue su asistente en la producción de la película Procès de Jeanne D’Arc (1952) y en otros títulos. Se enamora del hacer cine.

Luego, realiza unos cortos que gustan mucho. Inicia así una pasión por rumiar una idea para un posible largometraje. Solo que se da cuenta que para materializarlo deberá regresar a Argentina. Porque la historia que lo tiene ocupado solo puede tener a Buenos Aires como escenario. Y luego de mucho darle vueltas, de barajar varias opciones y posibilidades, experimentar con cambios; regresa a América, a Argentina, a Buenos Aires. Y comienza por fin a trabajar en forma en su idea. Pero siente que se estanca una y otra vez, así que contacta a un viejo amigo que es escritor y que tiene cierta fama, Adolfo Bioy Casares (1914-1999). Seguro que les suena.

Su plan consistió en contarle su idea en espera de opiniones y así salir del bache. Lo siguiente no es anécdota, es imaginación: Supongo que se juntan en algún lugar algo vacío y cómodo. Que Casares escucha atentamente lo planteado por Santiago. Que lo interrumpe varias veces para dar su opinión. Y también que al final del relato no puede dejar de decirle algunas ideas que entusiasman tanto al repatriado como para acabar ofreciéndole el título de co-escritor del guion.

Casares acepta sin mucho meditarlo y comienzan a trabajar. Solo que por ahí brinca una nueva idea ¿Qué tal si se le habla a ese otro conocido de ambos, que resulta que también es escritor y que tiene temas en común con lo que planean escribir? Seguro que él también tendrá algunas ideas geniales sobre ciudades sitiadas y sobre resistencias.

Así llega Jorge Luis Borges (1899-1986) a la mesa, algo desencantado por el cine luego de haber sufrido una que otra decepción por pasadas adaptaciones de sus historias. Lo suyo seguro que fue más una obligación por la amistad con Casares que por quitarse la curiosidad de ver qué significa eso de hacer cine. Y con el trío ya conformado, se replantea todo el asunto: la película versará sobre un trasunto de Buenos Aires, uno que se llamará Aquilea. La trama de la película estará situada a finales de los cincuenta. Será algo así como el inicio de una pesadilla en la que unos enemigos, representados por una cruel policía militarizada de pulcro uniforme o por unos anónimos trajeados a bordo de autos lujosos o por unos extraños jinetes armados; mantienen a raya a una sociedad pasiva, más interesada por los partidos de fútbol o en las quejas políticas de siempre que en una verdadera acción ofensiva.

Aquilea, pues, está siendo sitiada y dominada por esos enemigos. Y como en aquel cuento de Cortázar, Casa Tomada, el cerco se va constriñendo cada vez más y más, por lo que inicia una resistencia conformada por amas de casa, doctores de edad, gente de bar con dedos y sonrisas tintadas por la nicotina. Esa gente del diario que tiene todo que perder y también todo por ganar en situaciones como esa.

Se cuenta que Borges mismo delineó el argumento de la siguiente forma:

Está es la leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada por fuertes enemigos y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes. Lucharán hasta el fin, sin sospechar que su batalla es infinita

El resultado de esa colaboración es Invasión (1969), una película fantástica que sirvió como una alegoría ya no sobre el presente de la Argentina de finales de los cincuenta/sesenta, sino sobre su futuro durante esos bochornosos setenta/ochenta.

Aquilea parece un lugar infinito. El enemigo comienza a instalar torres emisoras que aseguran la invasión total y final, pero Don Porfirio (Juan Carlos Paz), autonombrado líder de esa resistencia que gusta de tomar mate con la única compañía de sus gatos, asume su papel como ese siempre mítico último retador de un juego de ajedrez ante un enemigo sin rostro, sin cuerpo, pero con el suficiente poder e inteligencia como para destruirlo y borrarlo de la historia.

Así se logran varias escaramuzas que van cobrando vidas en cada bando, diezmando más la vida privada de los miembros de la resistencia que sus ánimos heroicos y acuñando de inmediato las consecuentes preguntas de rigor ¿Quiénes son los únicos que ven dicha amenaza? ¿Por qué nadie más en Aquilea hace algo al respecto?

¿Conviene seguir esa lucha sin destino o final a la vista?

Santiago no contó con un gran presupuesto y se nota. Su factura es atropellada. La fotografía, a cargo de Ricardo Aronovich, es de un blanco y negro con grano reventado que la hace ver milenaria. Además que las actuaciones pecan de una teatralidad a voz de cuello. Pero eso no le estorba. Invasión tiene esa aura atemporal que la sitúa en un genérico limbo que la hace escapar a un posible encasillamiento como una película de protesta o como un objeto de contrapropaganda intelectual disfrazada de entretenimiento.

La resistencia se sabe limitada. Y los enemigos parecen tan infinitos como Aquilea, esa ciudad que, como dice en algún momento Don Porfirio: “es más que sus habitantes.” Invasión es una y muchas películas de género que no esperan ser catalogadas por nadie ¡Jamás!

En sus venas corre una milonga tristísima que dice:

Morir es una costumbre / que sabe tener la gente… Es cosa tan de siempre / tan dulce y conocida… Morir es haber nacido

Enlatada y olvidada, en el 2008 fue rescatada para su edición en DVD. Entonces Invasión, qué caray, se convirtió en esa anécdota de la que debería ser imposible abstenerse. Como lo suelen serlo todas las ciudades de todos los países, tanto del ayer, del hoy y del siempre. Ciudades que por las historias que inspiran, acaban volviéndose infinitas.

Atentamente, el Duende Callejero