No han pasado los cinco minutos reglamentarios, cuando ya nos damos cuenta de qué va la cosa: una toma fija nos mantiene atentos a un larguirucho laboratorista de blonda cabellera y prístina bata blanca. Este se mantiene atento a una faena completamente hermética. Francamente no tiene caso preguntarse de qué se trata, terminará la película y jamás lo sabremos. No, nadie nos dice que eso pasará, pero de todas formas lo sabemos. El encuadre es sublime, podemos ver gran parte del laboratorio sin problema alguno. El azul y rasgos de gris formulan ese imperio de la imagen dispuesta ante nosotros.
El laboratorista no es el único que está trabajando en el lugar. Al fondo, a nuestra izquierda y fuera de foco, está una mujer también de bata blanca atareada en alguna otra tarea hermética. Mientras que a nuestra derecha, una puerta que se abre y entra una menuda joven de piel lechosa, pelo largo, rubio, suelto y de andar despreocupado, que va vestida con más despreocupación que su andar.
La joven llega hasta donde está el laboratorista, se saludan. Viene el intercambio de un sobre y de varias hojas. En el sobre está tu paga, le dice el laboratorista. En las hojas, su contrato. Ella lo firma, se sienta en un banco y sonríe.
El laboratorista pasa a practicarle lo que parece ser una endoscopia. Pero no nos engañemos, aquello no es una endoscopia. El aparato que le introduce no es una cámara, más bien es un globo. Aún seguimos en la misma toma, aguantando, así que la escena se vuelve incómoda. Mientras el laboratorista va metiéndole aquel aparato por la garganta, la joven tiene problemas para respirar, se atraganta levemente y hasta parece arrepentirse. Sin embargo, el laboratorista no se inmuta. Es una estatua de mármol cumpliendo su hermética misión ¿Y por qué no habría de ser diferente? Aquella es una labor tan cotidiana para él que sin problema podríamos llamarla: su ritual de lo habitual.
Esa escena podría resumir no solo el inicio, sino también el desarrollo y hasta el final de Sleeping Beauty (2011, Australia), primer película de la novelista australiana Julia Leigh (1970, Sydney). Una película que, por el mundo en el que sin justificación nos sumerge, podría despistarnos lo suficiente como para que la tildáramos de película erótica y de inmediato equipararla con obras como Histoire d’O (1975, Francia) de Just Jeackin, adaptación de la homónima novela de 1954 escrita por Pauline Réage, o quizá hasta con una versión descafeinada de Salò o giornate di Sodoma (1975, Italia) de Pier Paolo Pasolini, adaptación demasiado libre del infame libro homónimo del Marques de Sade. Incluso podríamos pensar, y ahora sí pecando de ingenuos, que estamos ante una revisión no madura sino libertina del popular cuento atribuido en Italia a Giambattista Basile (1634), en Francia a Charles Perrault (1697) y en Alemania a los hermanos Grimm (1812).
Pero no, tampoco es así.
La idea proviene de dos fuentes claramente identificables. Dos novelas cortas: La Casa de las Bellas Durmientes de 1961, escrita por Yasunari Kawabata, y su ¿homenaje-saqueo? Memoria de mis Putas Tristes de Gabriel García Márquez, publicada en el 2004.
En ambas historias, hombres de avanzada edad y con dinero en sus bolsillos van a burdeles en el que les ofrecen virginales y anónimas mujeres dormidas por una droga también anónima, para que duerman toda una noche a su lado. La única regla es que no pueden ni tocarlas ni violarlas ni marcarlas, o habrá una pena severa.
Los personajes masculinos son el centro de ambas nouvelles. La de Kawabata sigue a un anciano llamado Eguchi, que luego de escuchar por mucho tiempo la historia del burdel que ofrece a las dormidas, decide por fin darse el lujo y visitarlo. La experiencia despierta en él una melancolía que lo hace enfrentarse con un pasado que creía olvidado. Un pasado en el que nada en estilo libre el recuerdo de una vieja amante a la que le perdió la pista.
García Márquez nunca ha escondido la influencia que le dejó la lectura de La Casa de las Bellas Durmientes. Para muestra, recordar que en su libro Doce Cuentos Peregrinos podemos encontrar El Avión de la Bella Durmiente, cuento en el que hace mención directa de la obra de Kawabata.
La historia del tal cuento peregrino relata el encuentro entre un señor maduro y una joven mujer que de inmediato capta su atención en la sala de espera. Para su suerte, la mujer ocupa el asiento vecino durante el vuelo. Solo que antes de que él decida intercambiar alguna palabra, ella se queda dormida. O quizá se haga la dormida. Y con ello, veta cualquier intención de acercamiento. Así dura todo el vuelo a pesar del turbulento viaje, dejando al narrador en un estado éxtasis que alcanza para darle cuerpo al relato.
Muchos años después vendría esas Memorias de mis Putas Tristes. Gratuitamente un polémico libro que repite en general la historia planteada por Kawabata, solamente cambiando cosas como el status social del personaje principal (no es un viejo adinerado, es solo un viejo periodista que en su 90 aniversario juntó algo de dinero para darse el lujo de meterse en el lecho de una durmiente), o que aquí sí transpire una historia de amor que no se mide en mostrar el patetismo al que puede llegar un hombre por querer conquistar la belleza con lo que podría ser su último aliento.
Ambas han tenido su concerniente adaptación cinematográfica. La que corresponde a la de Kawabata se llama: Das Haus der schlafenden Schönen y es de Vadim Glowna (Alemania, 2006). Y más que una adaptación fiel del texto, se convierte en una reinterpretación de la idea que emana de ver a una bella mujer dormida en la llamada tercera edad: desde comulgar con ese Edipo que al parecer todos llevamos dentro, hasta dar cuenta de la mortalidad que uno suele desperdiciar sin pensar en el mañana con vicios comunes, como el cigarro o el buscar la siempre esquiva riqueza. Todo empaquetado en cinco escenas que consumen 99 eternos minutos sin asomo de sonrojo con el espectador.
La de García Márquez también se llamó Memorias de mis Putas Tristes y tuvo como director a Henning Carlsen. Fue su última cinta y sigue paso a paso, para su fortuna y su desgracia, el texto original.
Pero bueno, regresemos: en una entrevista ocurrida en su presentación en Cannes, Leigh confirmó que había leído ambas novelas y que de inmediato se preguntó quiénes eran esas mujeres que se prestan a ser drogadas y dejadas a merced de viejos de toda calaña durante toda una noche ¿Qué las motiva? ¿Por qué lo hacen? Entonces comenzó idear una historia que le respondiera a esas preguntas. El problema es que no pudo contestárselas, pero sí acabó debatiendo consigo misma asuntos como la mortalidad, la moral, el tiempo y la experiencia. No desde el punto de vista masculino, tan tendiente a lo material y lo visual. Sí a la visión femenina, llena de tantas cosas intangibles que solo de forma individual tendrían sentido.
Así fue como llegó al guion de Sleeping Beauty y así fue como brincó a la dirección de la cinta, teniendo, obviamente, a Luis Buñuel y su clásica Belle de Jour (Francia, 1967) como película de cabecera.
La muchacha que se presta al incómodo experimento descrito al inicio, se llama Lucy (Emily Browning). Estudia la universidad, le renta un cuarto a una pareja y trabaja de medio tiempo tanto en una oficina, sacando copias y como mesera en un restaurante-bar. Algunas tardes va a cuidar a un hombre que aparentemente está enfermo, Birdmann (Ewen Leslie). Es adicta a varias drogas y cuando no se renta como conejillo de indias en el laboratorio, se prostituye en un lujoso bar.
Un día, Lucy lee en un periódico una oferta de trabajo. Llama y a pesar de lo extraña que resulta la conversación, decide seguir adelante. Conoce a Clara (Rachel Blake), que primero la contrata para un exclusivo servicio platino en cenas con hombres adinerados.
Las reglas para ser contratadas son estrictas: como el servicio se hace con ropa interior, no debe tener tatuajes ni marcas que estropeen su cuerpo. Tampoco debe consumir drogas. Finalmente debe ser discreta y no hablar del trabajo con nadie. Ante la pregunta de que si sabe algo sobre el tal servicio platino, Lucy miente. También lo hace con sus adicciones y hasta con su nombre. Clara capta las mentiras en el acto, pero sabiendo que la belleza natural de la muchacha les traerá ganancias a ambas, las deja pasar no sin antes advertirle que lo mejor será que no se acostumbre a ese tipo de trabajo o vida, ni al dinero que comenzará a ganar. Que mejor lo use para algo inteligente, como pagarse la carrera o ahorrar un poco para el futuro.
Lucy, bautizada ahora como Sara, resulta una revelación en dicho trabajo, así que no tardan en ofrecerle el puesto de durmiente. Ella deberá dejarse llevar hasta una finca lejana, donde la drogarán para que duerma toda una noche mientras un hombre adinerado hace lo que quiere con ella. Las reglas para esos hombres son simples: no debe ni violarla ni maltratarla, todo lo demás está permitido.
Es en ese momento en el que obviamente salta la pregunta ¿pero por qué lo hace? Y se irá repitiendo cada vez que su teléfono suene y ella deje lo que esté haciendo para ir con Clara y beber esa taza que la hará dormir profundamente, quedando a merced de esos viejos de chequera abultada, miembros flácidos y gustos nada refinados.
Desde el inicio está claro: Lucy no lo hace por dinero. En su primera paga, toma el billete de mayor denominación y lo quema. Y a pesar de su solvencia económica, nunca abona a su renta, por lo que pierde su cuarto ¿Será por curiosidad? Imposible decirlo. Desde el inicio ella dice que está dispuesta a todo y que no tiene problema con ello. Es Clara la que tiene que velar por su bienestar. Lucy hace todo de forma mecánica, como robot. De hecho, en el único lugar donde ella demuestra sentimientos es con Birdmann, ese hombre que está al borde de la muerte.
¿Entonces será para sentirse viva?
En el corazón de la cinta, el primer cliente que tiene Lucy como durmiente le relata a Clara la historia de The Thirtieth Year de Ingeborg Bachmann. En ella se discute precisamente la mortalidad y el deseo de hacer de la vida algo con sentido, a pesar de lo tarde que pueda llegarse a esa conclusión. Eso provoca que uno regrese al título de la cinta, mal traducido como La Bella Durmiente y que en todo caso debería ser Belleza Durmiente.
¿Se está hablando de la vida, que dejamos aletargada y de la cual abusamos sin dejar que se descubra a sí misma? ¿De su despertar ante esa falsa muerte a la que la condenamos en nuestra falsa idea de qué significa llevar una vida digna?
Ya conviene decirlo: como la labor del laboratorista con el que inicia la cinta, este cuento de la Alicia que baja por el agujero de la depravación, tiene un problema. Y es el mismo que se encuentra en esa inquietante primera escena: poco a poco comprenderemos que Lucy toma el lugar del laboratorista, convirtiéndose en esa estatua de mármol que nos introduce, en nuestro papel de espectadores, un aparato desconocido por nuestra garganta aprovechándose de que estamos absortos en esos bellos encuadres, en esa absorbente música, en esas marmóreas actuaciones.
Y por más mórbido que nos resulte todo, lo sabemos: aquello será resuelto de forma tan hermética que sin problema podríamos levantarnos a la mitad de la cinta e irnos. Cierto, nos llevaremos las imágenes y rumiemos su posible significado durante algún tiempo, pero no habrá nada que nos mantenga sentados hasta el final luego de esos cuarenta minutos más que reglamentarios, en los que ya salta la pregunta ¿Y en verdad nos importa todo eso que Lucy se deja hacer?
Luego de ella, no tiene caso preguntarse más. Sí, podemos apostarlo: terminará la película y jamás sabremos qué pasó.
Ah, maldito ritual de lo habitual.
PD. Hace unas semanas, en el podcast Un Libro Una Hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio, presentaron la novela de Kawabata. Acá tienen el episodio:
Atentamente, el Duende Callejero…








