El 30 de septiembre del año pasado, durante la charla de clausura del festival de letras y vino Blacklladolid, las escritoras Dolores Redondo y Julia Navarro charlaron sobre la creación literaria, el mundo editorial y otros rubros. Entonces, Redondo recordó lo dicho un día antes por el también escritor Arturo Pérez-Reverte, que había estado en el festival para hablar del trabajo literario de su colega y amigo Jorge Fernández Díaz.
Durante su intervención, a propósito de las adaptaciones cinematográficas y televisivas y respondiendo una pregunta, Pérez-Reverte, autor al que le han adaptado hasta los trazos que ha hecho sobre una servilleta (ese comentario es de él. Dijo que cierto productor le compró una idea que él le planteó durante un desayuno), planteó que su filosofía al respecto era: tomar el dinero y huir.
No lo dijo con esas palabras, pero esa fue la idea.
Y justo cuando expresó aquello, se escuchó que alguien lo cuestiona desde el público.
Ese alguien fue Redondo que, como dijo un día después, no podía estar más en desacuerdo con dicha filosofía.
En resumen, Redondo dijo que no entendía la razón por la que algunos productores se acercaban a un escritor con la intención de comprarle los derechos para adaptar su obra si al final iban a cambiarla tanto que, fuera de los nombres de los personajes y en ocasiones los títulos que compartían texto y película, nada tenían que ver unos con otros.
Pérez-Reverte no lo dijo en esa ocasión, pero en otras charlas ha hablado sobre ese asunto. Y, de nuevo, resumiendo: él sugiere que la razón por la que un estudio o una productora compra los derechos de una obra literaria no es porque quieran contar la historia que plantea la novela o el cuento, porque a fin de cuenta estamos ante dos lenguajes que resultan difíciles de compaginar: el literario, que a juicio de Mick Garris, escritor y guionista además de director y productor cinematográfico, es interno, por tanto introspectivo, reflexivo y tendiente a eso que llaman río de pensamiento; y el cinematográfico, que es visual y por ende, externo, a veces operático por estar basado en el desarrollo de acciones.
Así que en la mayoría de las ocasiones, el interés por hacer una película de una novela o de un cuento viene porque dicho texto ha sido leído por tal cantidad de personas que, haciendo números, si solo la mitad de esos lectores va a ver la película o escoge ver la serie, entonces la inversión y el trabajo vertidos en ellas estarán reportando ganancias.
Recordemos, la producción cinematográfica es un negocio y con los costos actuales, nada como tener un público cautivo: los lectores. Eso es mejor que arriesgarse en ver si habrá público para ideas nuevas.
A esto sumemos que en muchos casos los que adaptan la obra no leen el material fuente, sino un resumen armado por los productores basándose en los presupuestos con los que cuentan. Así es como acabamos teniendo como resultado, por un lado, la comprensible frustración de alguien como Redondo y de algunos lectores que con razón se sentirán timados al ver la adaptación.
Pero, por otro lado, la postura filosófica de Pérez-Reverte y también de Stephen King: toma el dinero y huye.
Porque, como dice el segundo: en caso que la adaptación sea un éxito económico, dirá que es porque está basada en su novela o cuento. Pero, en caso contrario, simplemente se recuerda que la novela sigue ahí, impoluta, para el que quiera leerla o releerla.
Atentamente, el Duende Callejero…









Una respuesta a “De adaptaciones y fidelidades”
[…] si ya leyeron mi texto sobre las adaptaciones, sabrán que no soy de los que piensa que una película deba compararse con su fuente. Eso sí: en […]
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