Trascender

Ethan Hawke en un momento de First Reformed, de Paul Schrader
Ethan Hawke en un momento de First Reformed, de Paul Schrader

A propósito del estreno de The Card Counter, la nueva cinta escrita y dirigida por el alguna vez crítico cinematográfico Paul Schrader (1946, Michigan), vale recordar First Reformed (2017, Estados Unidos, Reino Unido y Australia), impresionante película que, entiendo, acá no nos tocó ver en salas comerciales, que se fue directamente a digital y que conocimos con el horrible título de El Reverendo.

Schrader citó a Ida, de Pawel Pawlikowski, como su inspiración a la hora de escribir el guion de First Reformed. Sin embargo, su cinta sobre un reverendo que siente que ha perdido la fe no solo en Dios sino también en la humanidad, bien podría ser una secuela de Taxi Driver que, recordemos, él escribió y Martin Scorsese dirigió, pero con un pequeño revés: aquí Travis Bickle viste sotanas.

Ethan Hawke interpreta a Ernst Toller, pastor protestante que, hace seis meses, convencido de que seguía los valores familiares con los que creció centrados en una idea extrema de patriotismo y honor, convenció a su propio hijo de alistarse en el ejercito. Su esposa siempre estuvo en contra de esa idea. Ahora, abandonado por su mujer y con su hijo muerto en la guerra de Irak, Toller bebe diariamente, ha dejado de creer en la patria y en el honor y cuestiona su fe. Además, reniega del destino de los hombres, se deja consumir por una enfermedad que desconoce y cuyos dolores se incrementan a diario y escribe un diario en el que deja a un lado la honestidad para dedicarse mejor a lacerarse metafóricamente.

Toller es el encargado de un templo de 250 años en Nueva York, que alguna vez estuvo lleno de acólitos y cuyo interés histórico lo mantenía en la lista de lugares por conocer. Pero ahora apenas y hay gente en sus sermones. La razón fue porque él decidió que su templo ya no sería un centro de atracción turístico. Otro cercano se ha llevado tanto a sus feligreses como a los turistas debido en parte a su papel en el Tren Subterráneo, que a mediados del siglo XIX usaron varios esclavos afroamericanos para escapar de sus amos, y a su carismático reverendo (interpretado por Cedric Antonio Kyles).

Y Toller día a día se va alejando de su fe protestante para mejor buscar respuestas a sus dudas tanto en textos católicos o inclusive místicos. Y en esas está cuando conoce a Mary (Amanda Seyfried), una feligresa que le pide que vaya a hablar con su esposo Michael (Philip Ettinger), un amargado ambientalista recién salido de la cárcel que le ha pedido a Mary que aborte al hijo que esperan debido a que no quiere traer una nueva vida en un mundo que está condenado a morir por su propia causa.

Hace años, Schrader escribió el libro Trascendental Style in Film. En dicho texto analizó el estilo empleado por tres directores: Robert Bresson, Carl Dreyer y Yasujirō Ozu. Su tesis es que estos tres directores aportaron una estética que buscaba capturar no las acciones de los personajes, como sucede con el resto de cineastas, sino su espíritu.

Y eso lo lograron mediante una puesta en escena mínima: pocos emplazamientos de cámara, diálogos austeros, una edición funcional. Así tuvimos películas que parecen desarrollarse en los llamados tiempos muertos: esos momentos en los que los personajes se entregan a acciones que usualmente se dejan fuera de una historia.

Y es en tales tiempos muertos, tan alejados de lo operático de todo, en los que nos enfrentamos a la autoreflexión tanto de los personajes como de nosotros mismos.

Sí, First Reformed es una muestra de esa tesis: cine como una experiencia espiritual más que una narrativa. Y de paso fue una de las grandes cintas que se vimos en aquel 2018.

Ahora, a ver qué nos depara The Card Counter.

Atentamente, el Duende Callejero

Un rechazo y un par de nudillos sangrantes

Chuck Palahniuk
Chuck Palahniuk

A inicios de los años noventa, el entonces mecánico Chuck Palahniuk (Pasco, 1962) fue a acampar con unos amigos aprovechando un feriado.

Desgraciadamente en el lugar del campamento protagonizó una pelea con unos vecinos ruidosos que le dejó magulladuras y moretones en varias partes del cuerpo, incluyendo el rostro y los nudillos a piel viva.

Cuando fue a trabajar, Palahniuk esperó todo tipo de inquisiciones sobre los golpes por parte de sus compañeros. Pero para su sorpresa nadie le preguntó qué le había pasado. Al contrario todos le sonrieron, palmearon y hasta le preguntaron si se había divertido.

Fue entonces que Palahniuk, que llevaba algún tiempo atendiendo los talleres literarios de Tom Spanbauer, trabajando la llamada Dangerous Writing propuesta por Gordon Lish, y que ya tenía armada una primer novela llamada Insomnia: If You Lived Here, You’d Be Home Already, notó cómo era en realidad la vida social de un adulto promedio: llena de tabúes, buscando no intimar más que con simulacros siempre cordiales y con una serie de dejos autodestructivos jamás reconocidos pero enteramente expresados en cada uno de los vicios sociales que se soportan colectivamente.

Ese descubrimiento lo inspiró a escribir una segunda novela donde enfrentaría a cada uno de ellos: Invisible Monsters, que termina en tiempo récord y la manda a varias editoriales esperando un resultado favorable.

Pero todas la rechazan argumentando casi lo mismo: está bien escrita, es una idea buena, pero es muy oscura y arriesgada como para poder comercializarla.

Palahniuk no se lo piensa dos veces. Lanza Invisible Monsters a un cajón y mejor se dedica a pulir esa primera novela que obvió. Le incluye parte de su experiencia tanto en el campamento como en el trabajo y, claro, todo los sentimientos que despertó su primer rechazo editorial.

Ah, también se convierte en miembro de The Cacophony Society de Portland.

Descrita por sus integrantes como un grupo de personas de libre de espíritu que piensan que a la vida, por lo corta que resulta, no hay que tomársela en serio, The Cacophony Society tiene su origen en el San Francisco de los setenta, cuando un hombre llamado Gary Warne inició un curso en una universidad pública. Dicho curso estaba dedicado a hacer bromas pesadas bajo la idea de que la única diferencia entre un niño y un adulto es que al adulto nadie lo está vigilando a todas horas.

Entonces el grupo se hacían llamar The Suicide Club como homenaje a un famoso trío de historias escritas por Robert Louis Stevenson.

Una novedosa reforma educativa que dio libertad a las universidades públicas para crear las asignaturas que ellas consideraran pertinentes, siempre y cuando se justificaran como una forma de explotar la creatividad del alumno, permitieron su gestación.

Las actividades de Warne y compañía incluyeron guerra de almohadas en parques, desfiles disfrazados de Santa Claus completamente ebrios en Navidad, escalar sin equipo ni permiso edificios públicos, batallas de escupitajos desde segundos y terceros pisos con resultados bastante asquerosos para las calles, un día completo desnudos realizando actividades cotidianas como ir a restaurantes, al banco, usar transportes públicos.

The Suicide Club siempre se consideraron un grupo secreto, pero sus puertas estuvieron abiertas para cualquiera que quisiera unirse. De hecho, una de sus reglas era que no se debía preguntar por el grupo a ninguno de los miembros del grupo. Y los miembros tenían prohibido hablar del grupo con cualquiera. Además, decían que cualquiera podría ya ser miembro del grupo y sin saberlo.

A pesar de las multas, demandas y encarcelamientos preventivos, lo único que pudo frenarlos fue la muerte de Warne a inicios de los ochenta.

Al tiempo fueron naciendo otros grupos similares, que igual desaparecían tras uno o dos actos públicos pero que jamás igualaron al original.

De esos grupos, solo The Cacophony Society del alguna vez miembro de The Suicide Club, John Law, ha mostrado permanencia.

En 1995, Palahniuk, ya connotado miembro de The Cacophony Society, mandó copias a varias editoriales de la reescritura de aquella primera novela que, en resumen, trataba sobre aceptar el insomnio, no combatirlo. Y de paso desenmascara a la sociedad norteamericana como una panda de idiotas funcionales que viven intentando nublar sus dolores y problemas con lo que tengan a la mano, no solucionarlos.

La cuestión fue que ahora esa novela se llamaba The Fight Club.

Consciente de que había profundizado aún más en la oscuridad con respecto a la interacción que se tiene en lo que llamamos la vida social del adulto, y que no había menguado en los riesgos que sería para una editorial comercializar una historia en la que se nos enseñaba a crear bombas caseras, se incluía una subtrama en donde se hace jabón con la grasa humana robada de las clínicas de liposucción a la que asisten las clases altas en obsesión por verse perfectos y combatir el paso del tiempo, y se formaba un ejercito clandestino que solo buscaba el caos y la destrucción, Palahniuk no esperó recibir tan rápido la carta de aceptación de la editorial William Warder Norton.

La novela, que salió publicada en 1996, relata la historia de un anónimo narrador que buscando curarse el insomnio que siente que lo consume, se vuelve adicto primero a las compras por teléfono, luego a los grupos de ayuda a desahuciados, y más tarde a un grupo de peleas clandestinas que él mismo inicia luego de conocer al enigmático y rapaz Tyler Durden en una playa nudista.

The Fight Club es una novela que sigue al pie de la letra las bases de la Dangerous Writing: escribir sobre lo que temes, escribir sobre lo que detestas, escribir sobre lo que mejor conoces, escribir con frases cortas, escribir siempre en primera persona.

Su adaptación cinematográfica, estrenada tres años después de su publicación, dirigida por David Fincher y escrita por Jim Uhls, la ha convertido en uno de los productos culturales más debatidos en los últimos 20 años.

¿Estamos ante una genial primer novela o un mero ejercicio de masturbación pública a cargo de un amateur que solo tuvo suerte?

La verdad qué importa la posible respuesta a esa pregunta. Guste o no, Chuck Palahniuk será por siempre y para siempre el autor del The Fight Club, una novela cuya película ya es de culto.

Una novela que pocos han leído, la verdad sea dicha.

Una novela que muchos dicen que desean conocer pero dicen que no la encuentran por ningún lado.

Una novela que, bueno, surgió de un rechazo y de un par de nudillos sangrantes.

Atentamente, el Duende Callejero

Lo elusivo

Publicado por Citadel a finales del año 2000, The Diary of Søren Kierkegaard, que contiene lo escrito de mayo 5 de 1813 a noviembre 11 de 1855, es una joya que nos permite conocer al llamado primer filósofo existencialista en plena faena del siempre elusivo arte de la soledad que, según él, significa escribir un diario.

Con reflexiones sobre la relevancia que tiene la ansiedad en nuestra vida, el sentido de la cada vez más vapuleada espiritualidad, las retorcidas dinámicas que encierra todo acto creativo, los posibles sentidos de la melancolía y varias cosas más; Søren Kierkegaard (Copenhague, 1813 – 1855) apostilla varios de sus trabajos y, de paso, al relatar algunas intimidades, nos ofrece su visión sobre lo que estaba pasando en esa conservadora porción de Europa que le tocó vivir.

Algunos estudiosos de su obra, como Samuel Hugo Bergmann, han sugerido que la escritura de sus diarios puede tomarse como una sútil muestra de soberbia por parte del pensador danés al que, por cierto, le molestaba la etiqueta de filósofo.

Acostumbrado a firmar con seudónimos la mayoría de sus obras, Kierkegaard estaba tan seguro de que como autor pasarían a la posteridad que decidió estructurar los textos que componen sus diarios no como una mera compilación de memorias, sino como un muestrario de todas esas motivaciones sobre las que iba erigiendo su pensamiento filosófico.

Motivaciones que incluyeron desde una ruptura amorosa bastante famosa, hasta la complicada relación que tuvo su padre con la iglesia católica, pasando, claro, por sus problemas de salud.

En una de esas entradas, Kierkegaard escribe sobre, valga la redundancia, la escritura.

Molesto por lo que considera la peor afrenta que encaraba todo autor de aquellos años, la autopromoción, Kierkegaard opina que la mayor amenaza que se cierne sobre la escritura es el propio escritor.

Van sus razones:

Everyone today can write a fairly decent article about all and everything; but no one can or will bear the strenuous work of following through a single solitary thought into the most tenuous logical ramifications. Instead, writing trivial is particularly appreciated today, and whoever writes a big book almost invites ridicule.

Todo porque:

… people write about matters which they have never given any real thought, let alone experienced.

Y por ello, apunta que decidió:

… to read only the writings of men who have been executed or have risked their lives in some way.

Perdonándole lo extremista del último apunte, no podemos negar que sus opiniones parecieran describir lo que día a día acontece en este cada vez más insulso reino de listículos, de fan-theories y de click baits.

Pero no olvidemos que Kierkegaard estampó esas ideas en el año de 1843.

Tampoco que no ha sido el único que ha ponderado el valor de la experiencia en las labores relacionadas con la creación y el desarrollo del pensamiento crítico.

En 1990, Faber and Faber Ltd publica un libro del escritor norteamericano Paul Auster (Newark, 1947): Ground Work: Selected Poems and Essays 1970-1979.

Dividido en dos partes, la primera dedicada exclusivamente a poemas mientras que la segunda a los ensayos, es en esa segunda parte en la que podemos encontrar: Babel, New York.

En dicho escrito, que trata sobre el libro Le Schizo et les Langues (1970) del también norteamericano Louis Wolfson (Nueva York, 1931), autor cuyas obras fueron escritas en francés debido a que el ahora oriundo de Puerto Rico padece esquizofrenia y no soporta ni leer ni escribir en inglés, Auster recuerda lo planteado por George Bataille (1897-1962) en el prólogo de su novela Le Bleu du ciel (1957): hay dos tipos de libros, apunta Auster que escribió Bataille, aquellos nacidos como una forma de experimentación y aquellos nacidos de una necesidad.

En las primeras líneas de su ensayo, Auster nos recuerda que para Bataille (y, permitiéndome una anotación, también para Auster si hemos de creerle lo planteado en Hand to Mouth de 1997), la literatura es una fuerza esencialmente devastadora. Una presencia que merece ser vivida con temor y estremecimiento, algo capaz de revelarnos la verdad de la vida y también de sus desmedidas posibilidades.

Bataille cree que el motor de toda gran obra es siempre un momento de rage: una obra literaria no puede crearse mediante un acto de voluntad y su fuente es siempre extraliteraria.

Toda obra nace, según dice Auster que escribió Bataille, de una experiencia que marcó tanto a su autor que no le quedó de otra que batirse en duelo con el tiempo, la locura y de paso llevar al límite su paciencia para compartir eso que tanto lo gobierna.

Porque esa es otra idea que anda por ahí, entrelíneas: toda obra acaba, aunque lo quiera o no su autor, planteando qué era aquello que lo obsesionó durante cierto tiempo.

Es como esa relación amor/odio/creación/destrucción entre Víctor Henry Frankenstein y Adam, la criatura.

El primero inició el experimento que trajo a la vida al segundo, intentando dejar en claro su capacidad de crear algo de la nada y como una forma de dejar huella en esta tierra. Mientras que el segundo, que salió de esa nada sin haberlo pedido, tras obtener experiencia regresará con su creador para reclamarle no solo su derecho a existir, sino que esa existencia sea bajo sus propias reglas.

Nada de imposiciones, nada de sutilezas.

Aunque, claro, dirán algunos que plantear eso es pecar de reduccionista.

No toda obra surge de las tripas. Y bueno, queda recordar lo que el propio Auster decía:

… si llevas un lápiz en el bolsillo, hay bastantes posibilidades de que algún día te sientas tentado a utilizarlo.

Atentamente, el Duende Callejero.