
La película inicia con Ignacio de la Torre (Alfonso Herrera) cabalgando un hermoso caballo negro bajo un cielo encapotado.
Ignacio va por un campo solitario, libre de todo lastre de esa vida que seguramente tiene más allá de esas colinas. Al llegar a ningún lugar, baja del caballo y observa brevemente un horizonte que nosotros no vemos.
Y notamos que en sus ojos y en su pose hay algo que solo podemos llamar: orgullo.
Basta esa simple escena y ese gesto para definir qué clase de personaje es Ignacio. Uno ambicioso, inteligente, instruido, maquiavélico incluso, pero a la vez prisionero no solo de sus deseos, sino de su orgullo.
Sí, todo eso con una sola escena, con un solo gesto. Y, que conste, todavía sin echar mano de la historia.
Porque, no lo he escrito aún pero ahí va: la película está basada en una historia verdadera.
Si seguimos la línea de eventos que nos presentan, entenderemos que la cabalgata ha hecho que Ignacio llegara tarde a su fiesta de compromiso con Amada Díaz (Mabel Cadena).
La cámara de Carolina Costa lo sigue cuando sube una escalera y luego en su danza de saludos con los invitados. Unos franceses aquí, los miembros de la iglesia católica allá, varios miembros de la clase alta mexicana por acá. Hasta que da con Amada, que lo abraza y no le pregunta ni dónde estaba ni qué andaba haciendo. Quedan todavía muchas manos que estrechar, muchas espaldas para palmear, muchas lisonjas que repartir.
Hay que apurarse.
Entre esas manos, espaldas y lisonjas está la del que será su suegro, Porfirio Díaz (Fernando Becerril), que cuando aparece lo hace flanqueado por su ¿secretario? ¿consigliere? Bueno, el sobrino de su tío, Félix (Rodrigo Virago).
Don Porfirio es el único que le señala su tardanza a Ignacio, además de apuntar que aunque vaya a ser su yerno y sea una estrella en ascenso en la política mexicana (Ignacio acaba de ser nombrado diputado, según nos enteramos por unos comentarios), todo privilegio que se gana también puede perderse dependiendo de las decisiones que se tomen.
Sí, esa fue una amenaza dicha con la calma de alguien que se sabe poderoso. Esas palabras tendrán eco más tarde, al final de la película.
Sigamos. Acciones que, por cierto, no tardamos en conocer. Pasan los días y vemos que Ignacio ha comenzado a mover algunos hilos a espaldas de su ya suegro. Va acomodando ciertas piezas de acuerdo a sus intereses. Esos movimientos lo hacen tener más responsabilidades y mayor poder. Por ello suele ser el último de los diputados en irse de los despachos. Es por esas tardanzas que conoce a Evaristo Rivas (Emiliano Zurita), un joven que también trabaja en el edificio y que despierta cierto interés en él.
Y aquí es donde entramos en materia. Porque resulta que Ignacio, junto con varios de los invitados que ya conocimos en la fiesta al inicio de la cinta, esos cuya mano estrechó y cuya espalda palmeó y cuyas lisonjas respondió, forman parte de un secreto y exclusivo club compuesto por hombres de clase alta que, a puerta cerrada, se juntan cada tanto para beber, comer, vestirse de mujer, magrearse, cogerse y, bueno, ser libres.
Sí, porque todos ellos, casados, solteros, dueños de empresas, políticos, banqueros y etcétera, son homosexuales.
O, bueno, maricones como les gritan en tan conservadora sociedad. Una en la que, al parecer, solo por comentarios (seguimos negados a echar mano de la historia), el declararse homosexual equivale a cometer un delito.
El club, según otra escena, fue fundado por el mismísimo Maximiliano de Habsburgo y ahora está regentado ahora por uno de los miembros originales, Felipe (Álvaro Guerrero).
Ignacio habla con Felipe. Le sugiere la anexión de un nuevo miembro, Evaristo. Que él responde por él. Los trámites para la anexión del nuevo miembro no duran mucho. Basta, según parece, un intercambio de palabras, unas sonrisas de medio lado. Un par de ironías de aquí para allá.
Una noche, un carruaje lleva a Evaristo o Eva, como le comienza a llamar Ignacio, a una casona. Es ahí donde, tras el correspondiente rito de iniciación, el joven se convierte en el número 42 del club.
Todo lo anterior resume apenas la primera media hora de El Baile de los 41 (2020, México y Brasil), tercer largometraje dirigido por David Pablos y escrito por Monika Revilla. Guionista que, por cierto, en el 2015 escribió el documental Porfirio Díaz, 100 años sin patria.
El Baile de los 41 es una exploración no tanto a la histórica, sino alegórica a la castrante sociedad mexicana.
Sí, mexicana, no porfiriana.
Porque no importa que el diorama que se nos presenta esté en ese crepúsculo de la presidencia de Porfirio Díaz. Esto es más por aquello que escribió Carlos Monsiváis sobre la Gran Redada:
… le entrega a los gays de México el pasado que es, en síntesis, la negociación interminable con el presente.
Una historia como la de Ignacio y Evaristo puede seguirse contando en el México del 2021 y lo único que cambiaría sería la ropa, los modos, el lenguaje y la arquitectura.
¿Tan poco hemos cambiado, caray? Eso es precisamente lo que Pablos y Revilla parecen querer dejar claro con esta película. Por ello, el tacharla de tibia o de morosa sobra. La condena que cayó sobre el Ignacio histórico puede leerse en cualquier libro o ensayo histórico, además ser materia de algunos documentales. La Gran Redada marcó al número 41 durante muchos años en México. Al grado de que cuando algún hombre llegaba a cumplir 41 años, las bromas y comentarios sardónicos lo acompañaban durante todo ese año. Tenían que llegar los 42 años para librarse del escarnio.
El Ignacio que se nos presenta en esta película es un mero actante de un destino que él mismo va construyendo de forma descuidada. Traicionando a su suegro, subido en ese ladrillo que da el poder político, dejando sola a su esposa. Es ella, Amada, la que acaba convirtiéndose en la protagonista de esta historia.
Porque el orgullo es canijo, pero el despecho es cabrón.
Y si hemos de quedarnos con algo tras esta revisión, es en comprender que entre las cosas que sí han cambiado en este México del 2021, es que ahora muchos ya se juntan públicamente y bailan sin máscaras.
Atentamente, el Duende Callejero…
Una versión de este texto se publicó en El Debate el 23 de mayo del 2021.
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