
En el verano de 1992 hice mi primer viaje solo.
Entonces tenía 16 años. Viajé de Los Mochis a Guadalajara en autobús. Fueron unas veinte horas de viaje y recuerdo bien que vomité un par de veces en el baño. Solo bebí agua durante el viaje tanto de ida como de regreso por mis mareos.
Diré que hasta la fecha suelo marearme cuando viajo en autobús, pero ya no vomito.
Recuerdo que mi maleta para ese viaje fue una mochila con un par de playeras, un pantalón de mezclilla y algunas mudas de ropa interior. Me recibiría en Guadalajara uno de mis tíos maternos, Gustavo. Me quedaría con él quince días. Él le había dicho a mis padres que deberían mandarme con él ese verano, que me haría bien comenzar a viajar por mi cuenta.
Ellos aceptaron.
Claro que tengo muchas anécdotas sobre ese primer viaje por mi cuenta. Pero este no es el lugar para relatarlas. Escribo esto porque para ese viaje me hice acompañar de la novela The Stand de Stephen King en la edición de 1990 de Plaza & Janés: Apocalipsis, ese era su título nacional. A la mitad de su portada venía un cintillo negro advirtiendo que aquella era la edición completa, sin supresiones, de La Danza de la Muerte.
Encontré ese libro, junto con otros de Stephen King en el estudio de la casa de mi abuelo materno. Hasta el día de hoy no sé quién era el que compraba esos libros que cada tanto aparecían en uno de aquellos viejos libreros. Todos traían señas de ya haber sido leídos: en algunos había pasajes subrayados con lápiz e incluso con plumas de diferentes colores.
Además de las novelas de King, encontré uno de los Books of Blood de Clive Barker en su edición Martínez Roca, Something Wicked this Way Comes de Ray Bradbury y hasta un par de novelas de Dean R Koontz. Pasé muchas horas leyendo y releyendo esos libros. Llenaba hojas de mis libretas con ideas y cuestionamientos salidos de esas lecturas y relecturas, además de algunos dibujos. Pero con The Stand pasaba lo siguiente: lo sacaba del librero, lo hojeaba, leía las primeras páginas y luego lo volvía a su lugar.
Sus mil quinientas y tantas páginas me intimidaban, lo acepto.
Pero como quince días de aquel verano de 1992 en aquella ciudad tan conocida, pero también tan ajena (mi familia materna es de Jalisco, así que Guadalajara y sus alrededores siempre fueron uno de los destinos de viaje familiar desde que era pequeño), me parecieron una eternidad. Y como sabía que durante las mañanas y parte de la tarde estaría solo en el departamento de mi tío, esperándolo a que regresara del trabajo para poder ir a dar la vuelta, decidí que The Stand me serviría para matar las horas.
Lo que nunca imaginé fue lo rápido que me bebería esas mil quinientas y tantas páginas que tanto me habían intimidado.
Leí The Stand en unas tres mañanas con su respectivo cacho de tarde. Recuerdo que una de las cosas que me atrapó ocurre a la mitad del primer libro, el que lleva por título Captain Trips.
Larry Underwood, el hedonista cantante de rock que ya había visto morir a su madre víctima de la supergripe y que en esas páginas se hacía acompañar de una mujer madura, Rita, con la que dejaría atrás un Nueva York que se ahogaba en el hedor de millones de cadáveres al aire libre, citaba a The Hobbit de JRR Tolkien.
Y entonces algo hizo click dentro de mí. Comprendí que todo eso que se me hacía tan familiar en la novela provenía de otros libros que ya había leído y que me habían gustado.
Ahí estaban esos pasajes protagonizados por Stuart Redman, y Frances Goldsmith y Harold Lauder, que hacían recordar a Watership Down de Richard Adams. Los de Nick Andros y Tom Cullen que hacían eco tanto al Lord of the Flies de William Golding como a Of Mice and Men de John Steinbeck. Y qué decir de la ominosa sombra de Randall Flagg, con todo y su reino en Nevada, que se manifiesta en las páginas de la novela como un villano a la Saurón de The Lord of the Rings de Tolkien.
Y como él, todo lo ve (bueno, salvo quién era tercer espía. Igual que Saurón no supo quién era el portador del anillo).
Creo que la trama ya es conocida. Igual, va un resumen: todo inicia una noche en una base militar al norte de California. En ese lugar, el gobierno de Estados Unidos ha estado creando una supergripe que se trasmite de forma sencilla y que mata en cuestión de horas. Se supone que será usada como un arma bacteriológica en el futuro, pero por sucede un accidente y el virus queda libre. Así que en cuestión de semanas muere casi la totalidad de la población del mundo, salvo a unos cuantos que resultan inmunes. La narración de King se concentra en los sobrevivientes de Estados Unidos, que se separan en dos grupos: los que van a Boulder, Colorado, convocados por una señora negra de ciento ocho años que se les aparece en sueños y que dice llamarse Abigail Freemantle, y los que se concentran en Las Vegas, Nevada, atendiendo el llamado de el hombre de negro, que se les aparece en pesadillas y que dice llamarse Randall Flagg.
Pronto, los dos grupos habrán de enfrentarse. Flagg planea desaparecer a Boulder con una bomba atómica mientras que cuatro miembros del comité de Boulder irán caminando hasta las Las Vegas para encarar a Flagg sin armamento o plan.
Lo único los acompaña a esos cuatro, y que los arropa, es su voluntad.
The Stand suele llevarse los laureles cuando se trata de decidir cuál es la mejor novela de Stephen King. Además, es un referente de obras literarias que mezclen el fantástico con el horror y cuyo escenario es el fin del mundo.
Algunos autores, como Chuck Wendig o Paul Tremblay, citan a The Stand como una inspiración a la hora de escribir sus propias versiones del Apocalípsis: Wanderers y Survivor Song, respectivamente.
Mientras que otros lo aceptan con cierto recelo.
Qué decir de las canciones que ha inspirado: Ride the Lighting de Metallica y Among the Living de Anthrax.
The Stand ha tenido dos adaptaciones en forma de serie. La de 1994, escrita por el propio King con la dirección de Mick Garris y que fue un evento televisivo para ABC. Y la de finales del 2020, estrenada en plena pandemia y que estuvo a cargo de Josh Boone y Benjamin Cavell para Paramount+.
Es en esa segunda adaptación en la que King decidió revelar una versión extendida del epilogo de la novela, El círculo se cierra. Esa fue la razón por la que decidí ver los nueve caóticos episodios que dieron cuenta de una historia que, caray, vaya que no necesitaba tanto salto en el tiempo.
Porque si hay algo que encanta en el relato, es cómo cada uno de esos personajes van llegando a sus respectivos destinos y van conociendo a esos otros personajes, creando lazos afectivos. Algo que la narrativa fragmentada de la nueva serie, ensarzada más por el efectismo y la sorpresa, acaba lastrando.
Pero, bueno, hablaba del epílogo de King. Luego del sacrificio y la destrucción en Las Vegas y del regreso de Stuart y Tom a Boulder, y también del nacimiento y la prueba tras el nacimiento de la hija de Frances; la pareja, junto con la recién nacida, Abigail, deciden emprender un viaje a bordo de una caravana hasta Maine. La única justificación tras ese viaje es las ganas de Frances por volver a ver el mar del pueblo en el que nació y no murió.
Y es en un punto de ese viaje, uno en el que la familia se siente cómoda con su decisión y baja la guardia, que Flagg se manifiesta y pone a prueba a Frances.
Otro de los problemas que tiene esta nueva versión de The Stand es lo pequeña que se siente. Mientras que Garris logró transmitir la sensación de que todo lo que ocurre en la pantalla forma parte de un evento inmenso, uno que incluso va más allá de sus márgenes; acá todo ocurre en espacios regularmente cerrados, con unos cuantos personajes y recurriendo a líneas interminables de diálogos. Pero dicho hermetismo expositivo vaya que le sienta bien a ese epílogo en el que, por alguna razón que de nuevo queda sin resolver, se decide verbalizar lo que considero que es la idea capital de The Stand: llegará un momento en la vida en la que nos tendremos que tomar una decisión. Y dicha decisión es qué camino deberemos tomar. Uno de esos caminos ofrece una solución total al problema que tenemos frente a nosotros. Y dicha solución, de momento, solo nos pide un pequeño tributo. Pero si sabemos leer entre líneas, quizá lograremos comprender que dicho tributo, a la larga, acabará siendo peor que el problema inicial. Pero vaya que resulta seductor dar ese tributo.
Aunque también está el otro camino. Uno que no reclama un tributo, que solo nos pide aceptar las consecuencias de nuestras acciones y encarar nuestras limitaciones. Que puede que nos deje sin nada, que seguro que nos provocará algo de dolor, que nos mandará al fondo de un hoyo oscuro y húmedo.
Pero que no nos convertirá en otra cosa. Porque en ese camino seguiremos siendo justos.
Algo así fue lo que pensé en aquel verano de 1992 en el que viajé por primera vez solo y en la que leí por primera vez The Stand de Stephen King. Sé que no fui el mismo tras ese viaje, que esos recorridos por la ciudad que solo conocía con mi familia me hizo resolver muchas dudas, además de ganar otras tantas que necesité años para asignarles algunas respuestas.
Pero sería injusto dejar fuera la lectura de la novela mastodóntica de King como parte fundamental de esa experiencia.
Porque gracias a ella, adopté un mote que sigue rigiéndome:
Often wrong, never in doubt.
Atentamente, el Duende Callejero…
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